Cuarto de servicio-Mario Galván Reyes
Ahí al fondo de la casa, oculto por
un pabellón rodeado de árboles de ornato y lejos de las visitas, Flor planchaba
unas camisas de varón en el cuarto de servicio doméstico de la casa de la
familia Abimerhi, después de una jornada habitual de aseo. La iluminación del
cuarto era precaria y de color ámbar, proveniente de una sola bombilla que
colgaba del techo. El olor a almidón yacía en el aire, pues la ventilación era
escasa. La televisión transmitía la telenovela de las cinco de la tarde: un
melodrama sobre una mujer de escasos recursos que se enamora del hijo mayor del
patrón. Flor escuchaba atenta, y por momentos, entre los dobleces del cuello,
del ojal y el camesú se detenía a mirar conmovida los primeros planos de los
rostros de los personajes, que expresaban los sentimientos más sublimes del
amor en un conflicto de clases.
Un chillido de la bisagra de la
puerta en la entrada del cuarto llamó su atención. Patricio, el hijo único de
los dueños de la casa, acechó apenas por la hendidura de la puerta
entreabierta. Después de un breve susto, Flor dirigió su mirada escéptica al niño.
—¿Qué pasó Patricio? ¿Qué buscas?
Patricio abrió un poco la puerta y
asomó medio cuerpo apenas. Era un puberto que ya estaba dando “el estirón”, a
juzgar por el bigotito apenas poblado y sus extremidades largas. Flor colgó una
camisa e inmediatamente le prestó atención al niño.
—¿Se te perdió algo?
Patricio terminó de ingresar
cautelosamente a la habitación y se recargó en la pared. Negó con la cabeza.
Flor buscó entre el cesto de ropa limpia y tomó un bonche de camisas de lino.
Tomó una, la colocó sobre el burro y pasó la plancha sobre ella.
—Sabes que a tu mamá no le gusta que
te pasees por aquí. ¿No tienes tarea qué hacer?
Patricio miró con curiosidad el
contoneo de Flor al planchar la camisa. Flor se detuvo y le observó
inquisitivamente.
—¡Habla! No te quedes ahí como un
baboso.
Tímido, Patricio negó con la cabeza.
No era mudo, pero sí lo bastante temeroso de sus padres, e inseguro de su voz
cambiante de preadolescente. Flor retomó el planchado, y con ello la
conversación.
—¿Y tus clases de natación?
Patricio respondió con un bostezo y
se inclinó en hombros. Flor sonrió y acechó por la única ventana de la
habitación que asomaba al pasillo, percatandose de que no hubiera nadie.
—Está bien, pasa, pero estate
quieto, ahí a la distancia. Mira la cantidad de ropa que tengo que planchar y
todavía no termino.
En efecto, eran las siete y quince
de la noche y ya llevaba doce horas en servicio, sin parar. Patricio, por su
parte, ya había merendado y pronto sería hora de ponerse la pijama. Se metió
las manos a los bolsillos y dio unos pasos hacia el frente tímidamente.
Permaneció parado frente a Flor, quien planchaba con apuro y echaba almidón
sobre las prendas.
—Qué barbaridad... cómo ensucian,
ustedes. ¡Ah, pero qué bonita ropa! Tu mamá sí que tiene buen gusto, y su
perfume huele riquísimo.
Flor tomó un vestido planchado y lo
colocó encima de ella, contorneando su silueta. Modeló ante Patricio con una
media vuelta.
—A veces quisiera verme como ella,
¡y sentirme toda una dama! Tú tienes una familia muy bonita. No tan grande como
la mía, donde los tíos y los sobrinos se mezclan hasta que ya uno no distingue
los parentescos. Porque ahí en la selva maya, todos hacen sus casas una tras
otra, detrás de la casa principal: la casa de los abuelos... ¿No te hubiera
gustado tener un hermanito? Me imagino que sí.
Patricio torció la boca en un gesto
de indiferencia. La verdad es que no le hacía falta nada en el sentido
material, pues tenía viajes, juguetes, golosinas y suficientes amistades en la
escuela.
Flor sostuvo una camisa con la
hombrera para colgarla, miró la televisión y continuó su planchado.
—Mira como María es pretendida por
Pedro Joaquín. Es una tonta porque no se da cuenta que él sólo está jugando con
ella. Cree que su noviazgo es posible, pero eso no está bien. Digo, no hay que
confundir el deseo, ardiente y apasionado, con el cariño que surge entre dos
personas que comparten el mismo techo, a pesar de sus diferencias.
Patricio observó a Flor con
curiosidad y ella le devolvió una mirada perspicaz.
—¿Qué te traes, eh? Andas muy
misterioso...
Flor asentó la plancha sobre el
burro, tomó otra camisa y la colgó. Patricio todavía seguía ahí, parado frente
a ella.
—¿Vas a ver la novela, sí o no?
—regañó Flor a Patricio.
Al tomar la plancha, Flor rozó el
borde de la plancha con la mano izquierda. Por acto reflejo la retiró, pero no
pudo evitar dolerse por el tacto. Hizo una exclamación de dolor y se llevó la
mano a la boca para ensalivarla. Patricio sintió temor y ganas de asistirla,
pero su gesto se quedó a medias, en una pose de suspenso.
—¡Me estás poniendo nerviosa! —dijo
Flor.
Patricio dió dos pasos atrás y se
sentó lentamente en el suelo, dando la espalda a Flor. Miró la telenovela sin
interés. Flor suspiró y tomó otra camisa para planchar, cuidando los pliegues
de cada manga.
—Discúlpame, pero es que de vez en
cuando me hace falta alguien con quién chismear, y tu mamá no me deja salir
hasta el fin de semana. Por eso a veces me apasiono con la novela.
Se produjo un breve silencio,
opacado solo por los diálogos de Fernando Colunga y Patricia Manterola,
acentuados por violines de música incidental. Flor colocó un gancho a la camisa
y la colgó en el perchero que está a su costado.
—¿Y tu mamá? ¿Ya se durmió?
Patricio asintió con la cabeza.
—Bueno, ¿quieres que te cuelgue la
hamaca?
Entusiasmado, Patricio volteó
rápidamente y volvió a asentir. Flor caminó hacia su hamaca, la desamarró y la
colgó. Patricio se levantó con devoción hacia ella.
—Pero quítate los zapatos.
Con la actitud servil de un mozo,
Patricio se quitó los tenis blancos y quedó en calcetines. La mitad de sus
piernas en desarrollo estaban descubiertas por una bermuda de mezclilla. Se
subió en la hamaca y se estiró como una larva. Flor caminó hacia el cesto de
ropa limpia, tomó un pantalón y lo tendió en el burro de planchar. Le roció
almidón en spray y le pasó la plancha encima, de arriba a abajo.
—¿Y qué dices? ¿Ya tienes novia? ¿Le
has echado el ojo a alguna niña?
La hamaca mecía pendularmente el
cuerpo silente de Patricio. El rechinar metálico de la “ese” que la sostenía
sonaba rítmicamente, marcando un compás.
—¿Todavía? —preguntó Flor con
picardía.
Patricio hizo un gesto de desenfado
con la mano. Flor sonrió.
—Ojalá fuera chiquilla como tú, para
no tener que estar pensando en esas cosas. Después de todo, ¿quién nos enseña a
amar?
Una voz masculina sonó a lo lejos.
Era Jorge, el padre de familia, quien llegaba del trabajo en la oficina, por la
tarde.
—¡Patricio! ¿Dónde estás, campeón?
El gesto de Flor se descompuso en
susto y miró con desesperación a Patricio, quien bajó de la hamaca, seguro de
las consecuencias, abrió el closet antiguo de madera que yacía pegado a la
pared de un costado y se metió dentro. Jorge, el señor de la casa, entró a la
habitación con un cúmulo de ropa sucia bajo el brazo. Flor disimuló su
nerviosismo planchando.
—¿No has visto a Patricio, Flor?
—¿A Patricio? No... Me pareció oírlo
jugar afuera, ¿para qué le busca?
Jorge merodeó brevemente el lugar.
Cerró la puerta despacio y miró la televisión.
—No, por nada... —dijo, y volteó
hacia la televisión—¿Otra vez viendo esas vaciladas?
—¿Qué tiene? Si es mi única
distracción... Además, ¿de aquí a cuando viene usted a traer su ropa para
lavar?
—No es mía. Te traje los calzones
sucios de tu patrona —dijo Jorge, burlón.
—¡Arredovaya! ¡Ya decía yo que usted
iba a poner su granito de arena para terminar de ver mi capítulo a gusto!...
Cómo no.
Jorge asentó la ropa y rodeó a Flor
con la cautela de un cazador. Se asomó a su planchado.
—¿Cómo van mis camisas?
—Ya casi termino, esta es la
penúltima. En un momentito las tendré listas —dijo Flor, apurada—. Si gusta, se
las subo a su habitación.
—No te preocupes, te espero —apuró a
decir Jorge —. A lo mejor le agarro el hilo a la trama de tu telenovela, y
hasta resuelvo el misterio.
Jorge se detuvo detrás de Flor y
olió su cabello, inhalando su aroma a manzanilla. La observó con lujuria.
—Mejor platícame de ti. ¿Tienes
novio?
—Aún no, don Jorge —dijo recia,
Flor, aplicando fuerza con la plancha.
—¿Y por qué, si eres muy bonita?
—Todos los hombres son unos canijos.
Prefiero estar sola.
—No digas eso, Florecita... Yo puedo
darte lo que quieres, sólo debes ser agradecida conmigo.
Flor asentó la plancha, sorprendida.
Su corazón comenzó a palpitar con fuerza.
—¿Qué quiere decir?
—¿Sabes? Siempre me has parecido
bonita —dijo Jorge con cierto donaire, acariciándole un mechón de cabello.
Jorge deslizó sus manos lentamente
por los brazos de Flor hasta llevarlos a sus caderas. Se inclinó hacia su oído.
Flor se asustó, cerró los ojos y se puso rígida.
—No haga eso, don Jorge. Patricio
nos puede ver.
Jorge acarició su rostro y la boca
de Flor, pasando por sus senos.
—Me encanta cómo hueles a almidón. Y
el arco de tus pies descalzos cuando trapeas. El contoneo de tus caderas y tus
senos cuando restriegas con furia la mesa del comedor.
—No siga.
—Me gustas. Me encantas...
—¿Qué quiere de mí?
—Poseerte. Hablarte sucio. Probar tu
sexo.
—Pero si soy la criada. La
“muchacha”.
—Has sido buena conmigo. Pídeme lo
que quieras a cambio. ¿Dinero, lujos, ropa?
Flor se sintió vulnerable. Dejó
correr un poco la sensación, y alcanzó a exclamar:
—Su esposa.
Jorge se detuvo en seco y la soltó.
—¿Qué tiene mi esposa?
—No quisiera que se entere. Si lo
hace, me corre de la casa, si no es que algo peor.
Jorge rio y retomó el coqueteo. Con
la mano tomó a Flor de la barbilla y le habló cerca del rostro. Su respiración
era ronca de la excitación.
—Nunca se va a enterar. Está súper
empastillada.
Flor se resistió y se tornó molesta.
Tomó distancia para tomar otra camisa. Exhaló.
—Ya veo. Lo que usted quiere es una
aventura.
—Por supuesto que no —dijo Jorge,
impulsándose con aire conquistador—. Eres la flor más linda del jardín, y yo el
jardinero que cuidará cariñosamente de ti.
Jorge recorrió con sus manos el
trasero de Flor, alzó su falda y sobó sus nalgas. Luego acarició sus bragas.
Flor intentó zafarse, pero el hombre la sostuvo fuertemente de las caderas con
una mano y le tomó la quijada con la otra.
—¿Te gustan mis camisas? —susurró al oído.
—Sí —respondió, jadeante.
Jorge manoseó el torso y estrujó los
senos de Flor. Después mordisqueó su cuello.
—¿Cómo te están quedando?
—Bien tersas —respondió Flor,
excitada.
De pronto, la mirada de Jorge se
postró súbitamente sobre la camisa salmón que estaba tendida sobre el burro de
planchar. Detuvo el manoseo e hizo un bufido de repugnancia. Se inclinó hacia
la camisa, la tomó y observó de cerca una mancha. Intentó quitarla con saliva,
pero no pudo. La olió. Miró con soberbia a Flor, como energúmeno. Arrojó la
camisa violentamente al suelo, se desabrochó el cinturón y desabotonó su
pantalón.
—No sabes ni un carajo.
Jorge se bajó los pantalones. De dos
movimientos colocó a Flor sobre el burro de planchar, le bajó los calzones y la
copuló fuertemente de espaldas.
—Te voy a enseñar cómo se friega la
ropa...
Flor intentó gritar, pero Jorge le
tapó la boca con las manos. Buscó a Patricio con la mirada, aterrorizada. Gimió
y lloró un poco, mezcla del horror y la excitación. Agarró la plancha y ésta
emitió vapor.
—Con fuerza... poco detergente... ¡y
harta espuma!
A la quinta embestida, Jorge exhaló
un gemido y terminó. Se postró unos segundos sobre la espalda de Flor. Suspiró.
Se reincorporó. Echó hacia un lado a Flor. Se levantó el pantalón, se fajó la
camisa y abrochó el cinturón. Se subió el cierre. Jorge descolgó sus camisas.
—Luego regreso por la siguiente
tanda. Más vale que estén listas.
La puerta se cerró de un portazo.
Jorge salió de la habitación. Flor permaneció rígida un momento, en shock, todo
el tiempo consciente de la presencia del niño. Poco a poco, se le pasó el
rubor, pensando en cómo proceder. Respiró. Abanicó su cuello y acomodó su
vestido. Buscó a Patricio. La puerta del closet se entreabrió. Flor miró hacia
ella.
—Sal de ahí, mi niño. Ven.
Flor abrió la puerta y Patricio
salió del closet e intentó huir. Flor lo contuvo con los brazos.
—No salgas corriendo... Entiendo que
estés asustado, pero no tienes por qué temer... Lo que tu papá no le hace a tu
mamá, me lo hace a mí. Y yo no puedo hacer más que callar. Es complicado, pero
algún día lo entenderás cuando seas mayor. Por ahora olvida lo que viste y
cuéntame mejor sobre los tulipanes que brotan en tu jardín.
Patricio miró a Flor tímidamente.
Bajó la cabeza, chiveado. En cambio, Flor sonrió, le tomó la barbilla y alzó su
rostro.
—¿Cómo te explico? ¿Quieres que te
cuente una historia de amor?
Patricio asintió. Flor apagó el
televisor con el control remoto. Se recogió el cabello en una cola y se agachó
para estar a la altura del niño.
—¿Has visto cómo se postra una abeja
sobre una flor y extrae de ella su néctar?
Patricio negó con la cabeza.
—La relación que tienen las abejas y
las flores es la historia de amor que alimenta a la tierra. Las abejas
transportan en sus alas el polvo mágico de los granos de polen que fecunda a
las flores, y en cambio estas les permiten sustraer su néctar, esa miel
femenina que ofrece la naturaleza. Así se reproducen las plantitas, ¿sí? Así es
como una abeja vino y se llevó mi néctar, ¿entiendes?
Patricio observó con atención a
Flor, sosteniendo su mirada.
—¿Por qué me miras así? ¿Tú también
quieres sentirlo?
Patricio se quedó estupefacto un
momento. Flor colocó su mano en su pecho, a la altura del corazón y sintió amor
al percibir sus latidos agitados. Sonrió.
—Acércate.
Flor tomó las manos de Patricio y lo
acercó a ella hasta quedar los rostros muy cerca. Sus ojos trataron de hacer
una conexión profunda con él.
—Pero prométeme nada más, mi niño,
que no se lo vas a contar a nadie. Este es un secreto que quedará solo entre tú
y yo.
Fuimos monos, 2022
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