Nada de carne sobre nosotras-Mariana Enriquez
La vi cuando estaba a punto de cruzar la
avenida. Estaba entre un montón de basura, abandonada sobre las raíces de un
árbol. Los estudiantes de Odontología, pensé, esa gente desalmada y estúpida,
esa gente que sólo piensa en el dinero, empapada de mal gusto y sadismo. La
levanté con las dos manos por si se desarmaba. A la calavera le faltaban la
mandíbula y la totalidad de los dientes, mutilación que me confirmó el accionar
de los protodontólogos. Revisé alrededor del árbol, entre los residuos. No
encontré la dentadura. Qué pena, pensé, y fui hasta mi departamento, apenas a
doscientos metros, con la calavera entre las manos, como si caminara hacia una
ceremonia pagana del bosque.
La puse sobre la mesa del living. Era
pequeña. ¿La calavera de un niño? Lo ignoro todo sobre anatomía y temas óseos.
Por ejemplo: no entiendo por qué las calaveras no tienen nariz. Cuando me toco
la cara, siento la nariz pegada a mi calavera. ¿Acaso la nariz es cartílago? No
creo, aunque es verdad que dicen que no duele cuando se rompe y que se rompe
fácil, como si fuera un hueso débil. Examiné la calavera un poco más y encontré
que tenía un nombre escrito. Y un número. «Tati, 1975». Cuántas opciones. Podía
ser su nombre, Tati, nacida en 1975. O su dueña podía ser una Tati parida en
1975. O el número quizá no era una fecha y tenía que ver con alguna
clasificación. Por respeto decidí bautizarla con el genérico Calavera. Por la
noche, cuando mi novio volvió del trabajo, ya era solamente Vera.
Él, mi novio, no la vio hasta que se sacó
la campera y se sentó en el sillón. Es un hombre muy desatento.
Cuando la vio, dio un respingo, pero no
se levantó. También es perezoso y se está poniendo gordo. No me gustan los
gordos.
—¿Qué es esto? ¿Es de verdad?
—Claro que es de verdad —le dije—. La
encontré en la calle. Es una calavera.
Me gritó. Por qué trajiste esto, me
gritó, exagerado, de dónde la sacaste. Juzgué que estaba haciendo un escándalo
y le ordené que bajara la voz. Traté de explicarle con tranquilidad que la
había encontrado tirada en la calle, bajo un árbol, abandonada, y que hubiese
sido totalmente indecente por mi parte actuar con indiferencia y dejarla ahí.
—Estás loca.
—Puede ser —le dije, y me llevé a Vera a
la habitación.
Sé que él esperó un rato por si yo salía
a hacerle la comida. No tiene que comer más, se está poniendo gordo, los muslos
ya se le rozan, y si usara pollera de mujer, estaría siempre paspado entre las
piernas. Después de una hora lo oí insultarme y usar el teléfono para pedir una
pizza. La pereza: prefiere el delivery a caminar hasta el centro y comer en un
restaurante. El gasto de dinero es casi el mismo.
—Vera, no sé qué hago con él.
Si ella pudiera hablar, sé que me diría que lo deje. Es de sentido común. Antes de dormir, rocío la cama con mi perfume favorito y le paso un poquito a Vera bajo los ojos y por los costados.
Mañana voy a comprarle una peluquita. Para que mi novio no entre en la habitación, la cierro con llave.
Mi novio dice que está asustado y otras
pavadas. Duerme en el living, pero no es un sacrificio, porque el futón que
compré con mi dinero —a él le pagan poco— es de excelente calidad. De qué estás
asustado, le pregunto. Él balbucea tonterías sobre que me la paso encerrada con
Vera y que me escucha hablándole.
Le pido que se vaya, que junte sus cosas
y deje el departamento, que me deje. Pone cara de profundo dolor, no le creo y
casi lo empujo a la habitación para que haga sus valijas. Grita de vuelta pero
esta vez grita de miedo. Es que vio a Verita, que tiene su peluca rubia
carísima, de pelo natural, pelo fino y amarillo, seguramente cortado en un
pueblo ex soviético de Ucrania o de la estepa (¿son rubias las siberianas?),
las trenzas de alguna chica que todavía no encontró a quien la saque de su
pueblo miserable. Me parece muy extraño que haya rubios pobres, por eso se la compré.
También le compré unos collares de cuentas de colores, muy festivos. Y está rodeada
de velas aromáticas, de esas que las mujeres que no son como yo ponen en el baño
o en la habitación para esperar a algún hombre entre llamitas y pétalos de
rosa.
Me amenazó con llamar a mi madre. Le dije
que podía hacer lo que quisiera. Lo vi más gordo que nunca, con las mejillas
caídas como las de un mastín napolitano, y esa noche, después de que se fue con
la valija y un bolso colgado del hombro, decidí empezar a comer poco, bien
poco. Pensé en cuerpos hermosos como el de Vera, si estuviese completo: huesos
blancos que brillan bajo la luna en tumbas olvidadas, huesos delgados que
cuando se golpean suenan como campanitas de fiesta, danzas en la foresta,
bailes de la muerte. Él no tiene nada que ver con la belleza etérea de los huesos
desnudos, él los tiene cubiertos por capas de grasa y aburrimiento. Vera y yo vamos
a ser hermosas y livianas, nocturnas y terrestres; hermosas las costras de
tierra sobre los huesos. Esqueletos huecos y bailarines. Nada de carne sobre
nosotras.
Una semana después de dejar de comer, mi cuerpo cambia. Si levanto los brazos, las costillas se asoman, aunque no mucho. Sueño: algún día, cuando me siente sobre este piso de madera, en vez de nalgas tendré huesos y los huesos van a atravesar la carne y van a dejar rastros de sangre sobre el suelo, van a cortar la piel desde adentro.
Le compré a Vera unas luces de
decoración, las que se usan para adornar el árbol de Navidad. No podía seguir
viéndola sin ojos, o, mejor dicho, con los ojos muertos, así que decidí que
dentro de las cuencas vacías brillaran las lamparitas; como son de colores, se
pueden ir cambiando y Vera un día tendrá ojos rojos, otro día verdes, otro día
azules. Cuando estaba contemplando el efecto de Vera con ojos desde la cama, oí
que unas llaves abrían la puerta de mi departamento. Mi madre, la única que
tiene copia, porque a mi ex obeso lo obligué a entregarme la suya. Me levanté
para hacerla pasar. Le preparé un té y me senté a tomarlo con ella. Estás más
flaca, me dijo. Es el estrés de la separación, le contesté. Nos quedamos
calladas. Por fin ella habló:
—Me dijo Patricio que estás en algo raro.
—¿En qué? Por favor, mamá, inventa cosas
porque lo eché.
—Dice que te obsesionaste con una
calavera.
Me reí.
—Está loco. Con unas amigas estamos
armando disfraces y maquetas de terror para la Noche de Brujas, es para
divertirnos. No tuve tiempo de comprar un disfraz, así que armé un retablo vudú
y voy a comprar otras cositas, velas negras, una bola de vidrio tipo bola de
cristal, para ambientar, ¿me entendés? Porque hacemos la fiesta en casa.
No sé si entendió mucho, pero le resultó
una estupidez razonable. Quiso conocer a Vera y se la mostré. Le pareció
macabro que la tuviera en la habitación, pero se creyó por completo lo de la
ambientación para la fiesta, a pesar de que yo jamás organicé una fiesta en mi
vida y detesto los cumpleaños. También se creyó mis mentiras sobre el despecho
de Patricio.
Se fue tranquila y no va a volver por un tiempo. Está muy bien, quiero estar sola porque ahora me tiene angustiada la incompletud de Vera. No puede seguir sin dientes, sin brazos, sin columna vertebral. Nunca voy a poder recuperar los huesos que le corresponden, eso es obvio. Tengo que estudiar anatomía, además, para averiguar el nombre y el aspecto de los huesos que le faltan, que son todos. ¿Y dónde buscárselos? No puedo profanar tumbas, no sabría cómo hacerlo. Mi padre solía hablar de las fosas comunes de los cementerios, que estaban al aire libre, como una piscina de huesos, pero creo que no existen más. Si aún existen, ¿no estarán custodiadas? Me contaba que los estudiantes de Medicina iban a buscar ahí sus esqueletos, los que usaban para estudiar. ¿De dónde los sacan, ahora, los huesos para estudiar? ¿O usarán réplicas de plástico? Veo muy difícil caminar por las calles con un costillar humano. Si encuentro uno, para cargarlo usaré la mochila grande que dejó Patricio, la que llevábamos de campamento cuando él todavía era flaco. Todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros profundos y alcanzar a los muertos tapados. Tengo que cavar, con una pala, con las manos, como los perros, que siempre encuentran los huesos, que siempre saben dónde los escondieron, dónde los dejaron olvidados.
Las cosas que perdimos en el fuego,2016
Ilustración:Naturaleza muerta con cráneo de Paul Cezanne


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