Friendzone - Mario Galván Reyes
Liany
y Rubén competían por ver quién pestañeaba primero en el jardín de un
supermercado. Ante el primer indicio de risa, Rubén intentó darle un beso a
Liany, pero ella se resistió. Entonces la estrujó. Las hormonas agitadas en el
cuerpo precoz de Liany inquietaban a Rubén, quien desde hace tiempo comenzaba a
verla como más que a una amiga.
Rubén era particularmente bueno (en casi todo lo demás era
mediocre, como muchos adolescentes con privilegios de clase) en la imitación de
sonidos animales. Entre su amplio repertorio, el que mejor interpretaba era el
bramido de buey. Eso hacía reír a Liany hasta la carcajada, motivo por el que
disfrutaba de su compañía. Además, presumía una notable resistencia a los
golpes debido a su amplia masa muscular oculta bajo unos kilitos de grasa, lo
que para Liany era un delicioso costal donde podía descargar esa fuerza
incontenible que salía de su espigada figura. Rubén lo aguantaba, pues
fantaseaba con la posibilidad de comprobar los rumores de los experimentados
dotes de ella en el arte de dar placer.
Para distender ese erotismo, Liany se levantó y se dispuso a
jugar. Por mera travesura y goce de lo prohibido, los dos jóvenes saltaron la
barda de una escuela primaria y se persiguieron por el césped del campo de
fútbol. En medio del campo desolado, ella se colgó de su cuello y le propuso el
juego de la asfixia. Él accedió a todo. Se llevó las manos detrás del cuello,
se puso en cuclillas e inhaló hondamente diez veces. Al reincorporarse, Liany
se colocó rápido detrás de él, lo abrazó y consiguió levantarlo durante algunos
segundos a pesar de su tonelaje. Un hormigueo que iniciaba en la frente de
Rubén se expandió rápidamente por todo su cuerpo y poco a poco su sonrisa se
desdibujó. Al soltarlo, Rubén se desvaneció y cayó al suelo. Su cabeza golpeó
con una roca en el parietal izquierdo y ahí empezó el ensueño.
Rubén entró en coma por un traumatismo craneoencefálico. Fue
internado en la clínica Mérida, donde permaneció conectado a un respirador. Sus
amigos y familiares le visitaron todos los días en su habitación para echarle
porras, a pesar de la nula respuesta de su organismo.
Durante esa suspensión, su subconsciente proyectó todo tipo
de situaciones oníricas. Entre ellas, el timbre de un instrumento musical
metálico indujo a Rubén en un viaje liviano a través de la luz, donde los
sonidos se volvieron colores y viceversa, hasta convertirse en un espectro
amplio de patrones y formas, cuya abstracción lo condujo, junto a una sensación
de ligereza y bienestar, por escenarios increíbles que su conciencia percibía
genuinamente como manifestación del amor más puro.
A las tres semanas, Rubén salió del estado de coma. Cuando
despertó, la única que permanecía ahí junto a la cama, además de sus padres,
era Liany. Durante su recuperación, ella se mantuvo cerca. No obstante, su
semblante cambió. Ya no tenía esa presencia picaresca. La culpa había
marchitado su aspecto juvenil. Su rostro preocupado y los ojos llorosos la
hacían lucir más adulta. Rubén sintió entonces los puntos de sutura en su cabeza.
¿Qué más había cambiado esa caída?
Mientras él exploraba un naciente gusto por la música, Liany
hizo torpemente todo lo posible por hacerle sentir bien y pasar tiempo a su
lado, sin correr riesgos.
— Agradezco tu
disposición, pero no lo hagas por lástima —le dijo a Liany tomándole de la mano.
Rubén no tenía resentimientos ni percibía deseos de
venganza. En cambio, nuevas emociones latían en él. Disfrutaba escuchando
música jazz y particularmente el sonido del saxofón. Se había desapegado de las
fiestas y sus amigos, decidido a dominar ese instrumento, pues desde la
conmoción, Rubén confiaba en que las vibraciones de la música curaron sus
células neuronales.
Por su parte, Liany se ganó a pulso nuevamente la confianza
de los papás de Rubén, quienes le confiaron el acompañamiento vespertino de su
hijo. En uno de sus paseos por el parque de las Américas, Rubén le habló con
pasión sobre la teoría de la frecuencia Goebbels, sobre cómo presuntamente los
nazis alteraron la armonía natural del cuerpo humano con el cosmos legitimando
la desafinación de una nota musical. Durante toda la exposición, ella
permaneció indiferente. Para entrar en sintonía, trató de descubrir con él
nuevos sonidos animales, pero de eso solo quedaba ya una simple nostalgia.
Al llegar a casa, Liany trató de compensar su error con
sexo. Rubén se lo concedió solo por esa vez. Después no tuvo ni que insistir.
Ella sola se alejó, poco a poco, con su conciencia tranquila, al ritmo
sincopado de una melodía de saxofón limpia y clara que Rubén ejecutaba cada
noche desde su ventana.
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