Violeta mortal-Jhonny Eyder

 


La nueva maestra de Geografía rompió la tranquilidad con su llegada al salón de clases. Conmocionó a todo el grupo de estudiantes, en especial a los varones que, incrédulos, admiraron a Violeta Santander dejar sus cosas en el escritorio y sentarse con delicadeza para comenzar la clase. Fue casi de inmediato que los jóvenes se quedaron anonadados ante esa sonrisa de agobiante perfección. A partir de ese día, lo único que él quería era contemplarla; su cabello reluciente y la simpatía que tenía para moverse por todo el frente. Se la cogía con los ojos más que nadie.

Cuando Violeta se sentaba en su escritorio todos la aborrecían por su vicio de abrir las piernas. Una invitación descarada o la simple búsqueda de comodidad. Se abría y no cruzaba sus extremidades, pero nunca llevaba falda ni vestido. Por eso los chicos jamás vieron algo que pudiera darles un orgasmo en plena lectura de fenómenos meteorológicos.

Él no podía despintar de su cabeza aquellas piernas torneadas, siempre ocultas en pantalones de mezclilla, ni los pechos esféricos que luchaban por comprimirse en blusas blancas. Ya no podía faltar a sus clases de Geografía, y en cada rostro, labios y mapamundis veía a su Violeta. Cuando ella se acercaba, hablando sobre placas tectónicas, sentía un cosquilleo profundo en sus adentros. Sismos inmedibles. La necesidad de levantarse y declararle su amor, o de ir al baño, otra vez.

Al pasar las semanas fue más evidente la decadencia de la cordura. Los adolescentes, ávidos y con violentos azotes de necesidad, ya no disimulaban el descaro de ver el culo de su profesora. Las compañeras se sentían celosas e indignadas, quizá le hablaron de lo obvio del asunto a la señorita Santander, sin embargo, ella nunca dio indicios de saber lo que ocurría. Tal vez no le importaba o ignoraba por completo su capacidad para crear caos en mentes tan inmaduras. Un simple juego de niños, como el columpio de los parques. Un ir y venir.

Estaba absorto en su silla, con el mentón reposando en su puño mientras se charlaba el tema de los volcanes hawaianos, de lavas muy fluidas y sin desprendimientos gaseosos. Los ojos concentrados. La lava se desborda cuando rebasa el cráter y se desliza con facilidad, formando verdaderas corrientes a grandes distancias. Verdaderas razones. Entonces, sintiendo la voz protagonista como un trueno siniestro, lo decidió: le iba a declarar su amor. Estaba todo claro, Violeta tenía el derecho de saber que alguien la amaba con catastrófica intensidad, con la sinceridad del viento al amanecer.

Un fin de semana organizó la estrategia. El objetivo era conseguir el amor de su profesora, porque comprendió que su destino era estar a su lado. Recostarse en sus piernas, lejos del ruido de los planos, sin brújulas que los devuelvan a la racionalidad. Quería que ambos fueran uno solo hasta el ocaso de la sangre en los senderos. Para lograrlo, tenía que pensar con rigor las palabras que usaría; el lugar, la hora, darle un obsequio: una rosa, chocolates o poemas. Se necesitaba contexto, no quería fracasar. Por eso investigó sobre ella en Internet. Encontró que la Santander era una mujer reconocida en la docencia, con varios títulos profesionales. Hija única de una familia extranjera, había dedicado la mayor parte de su vida a sus estudios en Finlandia y Bélgica. Quizás nunca había tenido pareja, pensó al detenerse a observar las fotografías de la hermosa profesora.

Los padres comenzaron a notar sus ganas de ir a la escuela, algo raro, pues él solía despertarse a duras penas e irse con mal humor. Además, arrastraba la creencia de que estudiar era una pérdida de tiempo. Ahora era distinto, madrugaba y en ocasiones ni desayunaba por la prisa de llegar a su primera clase: Geografía. En su mente se explayaban sin parar las escenas, el recital que haría sucumbir a Violeta. Con intocable optimismo gozaba sentirse ganador antes de tiempo. Ya se veía andar de la mano de su diosa, el éxito consumado de su voluntad inquebrantable que lograría romper todo prejuicio.

Al salir de clases no se iba a su casa. Caminaba dos cuadras, para luego tomar un taxi que lo llevaría al domicilio que, con mucho esfuerzo, había localizado. Allí vivía la mujer de sus sueños, la tumba de sus desgracias. Permanecía horas frente a la casa. Se fijaba de los detalles mínimos, tomaba fotos y anotaba todo lo que veía al ritmo del sol derritiéndose sobre el pavimento. La lava de su existencia ya dependía de la Santander.

El viernes siguió la ruta de las últimas semanas. Era un día frío, con el techo del mundo pintándose de toques grisáceos. Todo estaba listo y no debía salir nada mal, salvo el nerviosismo incontrolable que le hacía sudar en exceso y los pequeños escalofríos.

Se detuvo frente a la puerta, a sabiendas, de acuerdo a sus inexpertas investigaciones, que la mujer tenía poco tiempo de haber llegado. Seguramente estaría acomodando sus cosas en su recámara, bebiendo agua o quitándose la ropa, imaginó. Entonces, por su cabeza cruzó, fulminante, la posibilidad de que estuviera acompañada; algún familiar, amigo o novio, pero no. Podría jurar que ella estaba sola.

Temeroso, dirigió su mano hacia la puerta y presionó el timbre. Cuando el armazón de madera se abrió, se le revelaron los ojos que lo guiarían a la felicidad. Fue la blusa de tirantes negro, el oscuro y libre cabello o la cara aún maquillada que le hicieron quedarse inmóvil por segundos. Los fragmentos de su corazón se desajustaban. Violeta se turbó y le preguntó qué hacía allí. Él quería hablar, pero los grandes senos encarcelados le hicieron perder la cordura. Y la besó, y sus manos furiosas la tomaron por la cintura. Instantes desesperados en que ella trató de zafarse. Logró despegar sus labios, le gritó pestes y le lanzó una bofetada. Él arremetió y no dejó que Violeta le cerrase la puerta. Forcejearon y con un seco puñetazo al rostro la doblegó.

Entró a la casa, abruptamente cerró la puerta y llevó a la mujer hasta el sofá. Le rompió la blusa, le quitó el pantalón y por fin pudo verlas: piernas blancas que aumentaron su éxtasis. Se las tocó, al igual que los pechos, mientras la maestra no reaccionaba del golpe. Le besó el cuello y la cargó hasta la primera habitación que encontró. Ahí la desnudó por completo y se bajó el pantalón. No había tiempo para el discurso, para el amor que él decía profesar. Las enormes olas que golpeaban en su entrepierna se multiplicaban al hundir su rostro en los firmes senos y al acariciar las nalgas que tantos maremotos le habían causado en la escuela. Violeta, semiinconsciente y con la mirada nublada, fue poseída por su alumno.

Minutos después, se levantó de la cama y fue al baño. Miraba con firmeza el espejo, su imagen palpitante, y entonces, ella apareció por detrás, desnuda y con semblante extraño. Los ojos se encontraron en el reflejo. Con la mano derecha abrió un cajón. Pasta dental, condones azules de sabor. Él volvió a entrar. Jabones y toallas íntimas. Un ritmo impetuoso y Violeta no resistía. Cerca del momento cumbre, ella abrió otro cajón. Tenía que hacerlo. Pastillas de Telorzan, papel sanitario y tijeras de sastre. Fue muy rápido y no dudó al mover la mano y penetrar. Penetrar como los clavos en la madera. Como huracán, con furia y odio. En el suelo un riachuelo de sangre, y él se retorcía.


2022



Jhonny Eyder (Mérida, Yucatán, 1991). Editor, columnista, guionista y un caminante de la literatura. Ganador del Premio Nacional de Cuento Joven FILEY 2016. Ganador en el I Concurso Peninsular de Poesía y Cuento de Diario de Yucatán 2016. Ganador en el concurso de cortometrajes Fomento a la Lectura en la FILEY 2019. Ha publicado textos en las revistas Memorias de Nómada, Carruaje de pájaros, ERRR Magazine, Revista Monolito y los periódicos Diario de Yucatán y Peninsular Punto Medio. 








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