Concéntricos-Roberto Azcorra Cámara
Lo vi
tendido en su camastro de hospital. La cabeza afeitada, zurcida y oliendo a
éter y alcohol. Muy pocas partes del cráneo conservaban el pelo blanco.
Ligeramente desteñida, la bata verde exhibía fantasmas de fluidos anteriores.
Los pómulos pronunciados, las ojeras oscuras, la piel trasluciendo el paso del
suero; un cristo sin cruz en el neuropsiquiátrico. Era mi abuelo, internado
seis meses atrás sin pronósticos alentadores.
El calor de mayo condensaba la
humedad en el cristal de la ventana, ocultándonos del exterior. El aire
acondicionado no era el óptimo. El bochorno, guardado, entre drogas, frascos y
sábanas otrora blancas, comenzaba a cubrir la diminuta habitación. Pareció
llegar la noche con la brisa ardiente de la calle; de improviso, espesa, arrastrándose
sobre los ladrillos sucios del hospital y sus corredores sin eco.
Ya no quise salir con toda esa
negrura allá afuera. El silencio calló los rumores nocturnos. Por el ventanal
apenas se dejaban ver algunos puntos de luz de los faros de automóviles en
busca de otro destino.
Mejor esperar al médico.
Quedé con mi madre en cuidar al abuelo a las seis de la tarde. La claridad ambarina alumbraba apenas las esquinas de madera del recibidor del hospital. Nadie respondió al sonido del timbre. Una nota apenas legible sobre la mesa de recepción: “Regreso en veinte minutos, pase usted”. Y recordé a la mujer con atuendo de enfermera que, desde la acera de enfrente, momentos antes me había hecho señas con la mano.
Diplomas colgaban de las paredes, la
fotografía grupal de una convención médica y el rostro de un participante
encerrado en un círculo.
El rumor del aire acondicionado en su lucha
contra mayo me recordó que, según las noticias, sería la temporada más caliente
en cincuenta años. El puerto debía estar lleno, ofreciendo el fresco oceánico,
pescado frito, cervezas, mujeres. Desde
la última recaída del abuelo tuve que reemplazar todo eso por venir los sábados
a cuidarlo, hablarle mientras la enfermera le cambiaba el pañal, o mirarle
fijamente el ojo izquierdo que de vez en cuando abría como queriendo rescatar
el presente.
Me sentaba en el sofá a leerle — escogí a Poe para esas
tardes— no muy cerca de él por los sobresaltos que producían sus repentinos
ataques musculares.
Caminé de la recepción a los
dormitorios. Crucé un pasillo largo y cubierto que, conforme me adentraba, tuve
la sensación de estar siendo devorado. Las habitaciones formaban un
paralelogramo. Adornaba un pozo con la
boca cerrada, el centro del jardín interior. En los resquicios de algunas
puertas, luces tenues, lograban deslizarse; en otras, la noche anticipada como
acceso a otra realidad.
El lugar desprendía un suave aroma agridulce,
“la muerte debe olerse”, pensé. Podía
escuchar los quejidos casi inaudibles, llantos y murmullos de despedida. El
anciano de mirada extraviada y rostro inexpresivo se mecía en su butacón de
madera. Algo esperaba. El calor naranja
de la tarde colándose por los cristales, el aire acondicionado soplando y
deteniéndose por intervalos. Comenzaba a sofocarme la falta de una corriente de
aire. Me detuve en el dispensador de agua junto al anciano de
la mecedora; un gato merodeaba inquieto. El sillón subía y bajaba con el viejo
rígido y el animal maullando sobre su regazo. No pude evitar el golpe de tufo a
orines que me golpeó el olfato al
inclinarme. Bebí con los ojos cerrados, intenté contener la respiración;
al intentar retirarme, una mano se aferró a la manga de mi camisa. Era el
anciano mirándome como si yo pudiera sacarlo de ese hospital; un hilo finísimo
de baba colgada del labio del hombre. Un quejido pastoso, desprendido de alguna
parte profunda y oscura, imitó mi nombre. Le tomé con fuerza la mano para
librarme. Caminé de prisa hasta la habitación del abuelo.
De alguno de los otros dormitorios
comenzaron a escucharse voces rezando, la brisa tibia acercaba el murmullo.
Entré al cuarto, lo vi tendido en
ese camastro, con su cabeza manchada de yodo, pareciendo una fotografía
amarillista.
Decidí no salir de la habitación con toda esa oscuridad. Me acomodé en el pequeño sofá. Después de las once el abuelo dormía de corrido; yo pensaba hacer lo mismo pero un susurro me ahuyentó el sueño. Todo el lugar estaba en tinieblas, únicamente se lograba escuchar el rumor lejanísimo de automóviles. De nuevo el susurro indescifrable detrás de la puerta. Salí al jardín, a unos pasos del dormitorio. La noche y sus desordenadas luces se colaban a través del domo. El murmullo de rezos según escuchándose, ahora con más fuerza, aunque sin lograr entenderse del todo las plegarias. Avancé a tientas, esperando que mis pupilas se acostumbraran a la oscuridad y pudieran distinguir algo entre las sombras. Recordé la mecedora del anciano enfermo y me dirigí hacia el otro lado, rumbo a la entrada. La negrura apenas permitía percibir las formas. Comenzaron de nuevo los cánticos, ahora más cerca, calculé unos veinte pasos. Traté de ir más a prisa de pesar de no saber hacia dónde llevaba el pasillo. Me detuve para orientarme, toqué la pared. Sentí en mis pantorrillas la pavorosa caricia del gato y su ronroneo. Escuché otra vez al enfermo mascullando mi nombre. Un zumbido amenazaba con estallarme la cabeza; el aire entraba trabajosamente a mis pulmones; caí.
“Perdón, ¡oh!, Dios mío!, perdón e
indulgencia…” se alzaron las voces apenas audibles, cercándome, “…perdón y
clemencia, perdón y piedad”. Temblaba, la tensión y el horror endureció mi
boca. Logré levantarme.
Apoyado en la pared anduve a ciegas.
El silencio reinaba de nuevo. Creí haber
dado una vuelta por el cuadrilátero, la mecedora detuvo mi camino y caí sobre
ella. El felino se acomodó de un brinco sobre mí y maulló con voz casi humana.
Enmudecieron los pasos. Agotado, cerré
los ojos. En la duermevela escuché el ronco trabajo del aire acondicionado.
Desperté cuando el hedor a orines
reptó a mi nariz. Chillaba el sol sobre el patio central. Reparé en el pozo
sellado, en la cocina expeliendo sus aromas a desayuno, en el silencio del
dormir profundo. Aliviado, sentí el ánimo para regresar con el abuelo.
Sin aviso, el pulso comenzó a correr
desbocadamente, golpeando las paredes del pecho como si tambores ancestrales
anunciaran la desgracia. De nuevo la rigidez a mi rostro, el endurecimiento de
las articulaciones, la neuralgia aserrando el cerebro. Un hilo de saliva se
formó e inició su camino fuera de la boca.
Del largo pasillo como túnel salió un joven de rostro familiar. Sudaba. Era mayo. Su mirada asqueada y temerosa no le pidió inclinarse a beber junto al sillón, cuando cerró los ojos lo tomé de la manga…
Disparados a la luna, 2005


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