Habitante de tu reino-Carlos Vadillo Buenfil
Fue así
como apareciste en el campamento armando en un claro de la selva, atraído por
el de los puercos y los pavos de monte que ardían en la leña. La visión de tu
pálida presencia, tu sotana convertida en jirones, tus pies rasgados por los
cardos y abrojos, tu piel untada del lodo de los pantanos, causaron azoro y
espanto entre los chicleros, como un íncubo surgido de las espesuras de la
jungla, hasta que uno de ellos se te acercó y a los resplandores del fuego
preguntó por tu perseguido, otros insinuaron que eras prófugo de la justicia,
nada revelaste, cómo hablarles de Ella, con que palabras describir los oleajes
y cataclismos fraguados dentro de su cuerpo, sólo tu voz cortada imploró
quedarse, ayudarlos en sus faenas, debajo de un cobertizo te tendieron una
hamaca y una manta. Las guitarras quiebran y dispersan zumbidos de moscos y
grillos, quejidos de sapos.
Siempre
rechazaste unirte a los jolgorios, lavabas las ollas, los platos, y sin
despedirte te refugiabas en tu choza, nadie te insistía, pero esta noche,
recargado en un tronco miras los fragmentos de la luna roja entre el follaje,
paladeas el contenido del vaso que te ofrecieron, no tardaste para
conducirlo a los labios, paseaste la
lengua al sentir el aguardiente dentro de tu boca, ahora te frotas los brazos,
el viento ruge entre los árboles, tus
dedos topan con la cicatriz, la palpan, como si regocijaran en el contacto de
tu piel arrugada, como aquella tarde, no sabes ya hace cuánto tiempo, tus manos
transcurrían por las carillas de esa traducción de un códice maya, cerraste el
tomo ante la anunciación sin arcángel, sin alas y sin albas vestiduras, apoyado
en su escoba, el conserje irrumpió entre las horas de estudio en la biblioteca
del seminario. El rector te esperaba en su despacho. Habías ya concluido los
cursos en el Colegio Apostólico, te dedicabas a la enseñanza del latín, a la
lectura de los anti quisimos volúmenes guardados en los desvanes del edificio.
Ahora la orden era que ejercerías los ministerios en una comunidad llamada Tembalché.
Partirías en el primer ferrocarril a la
mañana siguiente. Buscaste a tu maestro y confesor, el padre Efrén. Te escuchó
con el entrecejo fruncido, se rascó la canosa barba, su voz brotó cavernosa. Te
contó de la desaparición del cura Isidro Pech, tu predecesor en esa misma
parroquia. Ni la jerarquía eclesiástica, ni las autoridades pudieron averiguar
su paradero. Eso había sucedido una década atrás, y desde entonces, las puertas
del templo permanecían vedadas al culto.
Te persignó, besaste con fervor la señal de la cruz, un beso que sonó a
chasquido, como ahí arriba, entre las ramas de los zapotes unos diminutos
fulgores, como dos cocuyos suspendidos en la oscuridad, entre las hojas
invisibles, allá abajo las pisadas sobre la hojarasca, el crujido cercano de las
ramas secas, un cigarro encendido y un brazo que retira el pote, lo cambia por
otro lleno, los pasos se ahogan en el barullo de la fiesta, no tardarán en
llegar las guatemaltecas, ellas empinan las botellas de ron, entre risotadas
bailan alrededor de la lumbre, ya de madrugada retozan con los hombres en las
veredas. Sientes la saliva pastosa, agria, como aquel mediodía dentro del vagón
del tren, la sed abrasaba tu boca, en tus ojos ya no cabían los paisajes
dominados desde los cerros, en tus oídos se apagaban los cantos de los pájaros,
los alaridos de los monos, el fluir de arroyos ocultos en la tupida foresta, en
tu nariz se agolpaba la brisa bochornosa. Ahí, dentro de ese carromato te acordaste de
tu infancia, cerraste el libro de los evangelios, los párpados, otra vez los
humos de incienso que arrojaban los turíbelos, los empujones con los demás
acólitos por tocar campanadas y portar la patena a la hora de la comunión, las
noches interminables de rezos y novenas en las casas de las vecinas, las clases
de moral de los hermanos maristas, las tardes de presentaciones de flores a la
Virgen, siempre en compañía de tu prima Glendi, nunca te atreviste a decírselo,
pero en las filas de los niños pensabas que cuando ella fuese grande, con la
mantilla de seda sobre la cabeza se iba a parecer a esa Santa, o no, ella sería
todavía más hermosa gozabas imaginándote la escena, ella con sus manos juntas,
en su nicho, y tú depositando veladoras y rosas a sus pies, prendiendo con
alfileres peticiones en su vestido.
Arribaste
a Tembalché a la hora del crepúsculo, en los terrenos cercanos viste maizales,
torsos desnudos y sudorosos de campesinos que machete en mano, cortaban pencas
de henequén. Desde la estación descubriste la torrecilla con su campanario.
Desembocaste en la plaza, dejaste atrás a las mujeres de huipiles que
cuchichearon a tu paso.
Un
jardín cubría la terraza del templo, nadie acudió a los toquidos, entraste por
la puerta entornada de la sacristía, una vela ardía en una mesa, de un pasillo
emergió un hombre con un quinqué, no se sorprendió cuando mencionaste que eras
el nuevo párroco, parecía que ya esperaba tu presencia, a una seña suya lo
seguiste, contra el muro se reflejaba su figura regordeta, te fijaste en sus
ojos rasgados, en su nariz achatada, así subieron por unos peldaños hasta
detenerse ante un portillo, ante un cuarto que surgió a la mortecina luz de una
palmatoria, con una voz que te sonó a infinito cansancio dijo que ésa sería tu
habitación.
Cuando
te diste cuenta él ya se alejaba con la lámpara por el oscuro pasaje, lo
llamaste aún sin saber su nombre, escuchaste el eco de tu propia entonación. En
la duermevela sonaron los redobles perdidos en la distancia, al poco rato los
truenos y la lluvia acallaron los rumores distantes, esos que habrían de
repetirse otras noches, más tarde advertiste que en las de luna llena, cuando
la niebla envolvía al pueblo, todo flotaba en un ámbito irreal, y era entonces
cuando acudías a la Virgen de Tembalché, a la efigie dentro de su hornacina, al
final del presbiterio, nunca habías visto rostro tan seráfico, ni siquiera en
las imágenes de los vitrales de la catedral, ni siquiera en los grabados de los
libros de arte sacro. Contemplabas durante horas , postrado, a la que por sus
rasgos sugería una princesa maya, con su satinado huipil bordado con hilos de
oro y plata en las orillas, debajo de la prenda asomaba el fustán caído hasta
los tobillos, y esas piedras rojas que formaban inscripciones sobre la tela,
extrañas formas geométricas
desproporcionadas, refulgían con un brillo hipnótico, como las áureas
arracadas, las soguillas y la cadena, sus cabellos recogidos por una peineta de
carey, el lunar sobre la comisura de sus labios, pero ya no podías contenerte,
como un mandato de sus ojos trepabas por las escalinatas de su altar, tus dedos
recorrían la figura de escayola, percibían el estremecimiento al contacto de
las superficies porosas, se transportaban hacia sus mejillas incandescentes,
descendían por el cuello, rozaban los senos hasta sentir debajo del fustán esa humedad
que predecía otro reino, otra ruta trazada para salvarte de ese diluvio, de esa
devastación que te habitaba entre las carnes, volvías a extasiarte con la
visión de las formas desnudas de tu prima adolescente, besabas las piernas de
la estatua, subías al techo y desde el tragaluz del baño mirabas a Glendi, tu
hálito se hundía entre los pechos descubiertos de la Patrona, Glendi se
derramaba con la jícara el agua que se perdía en el nacimiento de sus nalgas,
tu boca en la otra bica que ya no era dura ni fría, Glendi se sobaba con el
estropajo el insinuado pubis, tu lengua sobre el lunar ya no era mancha de
pincel, la espuma del jabón coronaba sus pezones, olías las trenzas perfumadas
de la Santa, en algún rincón de la azotea aplacabas tu virilidad enhiesta, así
te derrumbabas a los pies de la imagen adorada, entre crepitar de veladoras,
entre respiración sofocada, así te invadía ese estado de gracia y beatitud, esa certeza de que te había
nombrado cancerbero de sus ignotos confines, por eso retornabas tranquilo a tu
lecho, apaciguado en el silencio roto a veces por los tambores. Ahora golpean con varillas los platos de
latón, ella ya están ahí, se dejan nalguear entre carcajadas, levantar los
anchos faldones, ellas no impiden el paso a las manos que se escabullen por los
escotes, se dejan perseguir y atrapar entre caricias, atraviesas entre los
cuerpos que canturrean letrillas obscenas, tomas una botella y te alejas del
escándalo que no se compara con los estruendos que te despertaron aquella noche,
con una vela caminaste por el pasillo hasta la abertura que conducía al
interior del templo, descubriste el
espacio vacío dentro del nicho, pero Ella ya te esperaba en las puertas
abiertas, bajaste del altar, la seguiste por los callejones, te internaste en
el bosque de ceibas, donde Ella se detenía para aguardarte, para peinarse los
cabellos caídos hasta la cintura, no la perdías de vista, así te encontraste
frente a los promontorios que sobresalían de la superficie de la tierra, a la
hoguera que iluminaba a los hombre y mujeres cubiertos con taparrabos, a la
cercanía del fuego sus pieles parecían adquirir tonos verdosos, iniciaron la
danza cuando tronaron los tunkules y te dieron a beber el espeso brebaje, se
acercó aquel que te recibiera el primer día, habías preguntado por él a los
feligreses, nadie te dio razón, su voz surgida como de un púlpito pronunció la
letanía en maya, la frase invocatoria que tú habías leído en las primeras
páginas de ese códice, ahora su significado se te develaba, de sus labios lo escuchaste:
porque los antepasados no fueron jamás
derrotados, se perpetuaron en la estelas y monumentos, esperan la hora
propiciatoria de la luna para resurgir de las piedras sobrepuestas, de la
sumergida y nunca olvidada ciudad de Nohochná, enterrada entre el polvo y las
aguas del cenote sagrado, ya se acerca el día, volverán a centellar los
cuchillos de pedernal. Las palabras rebotaron en los templos, el viento las
masculló en los cerros, y fue cuando de la bóveda de la pirámide descendió
Ella, custodiada por refulgentes crótalos, todos se arrodillaron con la vista
en el suelo, nadie osó verla, brotó la sangre de las palmas de los que
aporreaban los timbales, reventaron los carrillos de los flautistas, en la
lejanía sonaron las campanadas, Ella estaba junto a ti, su aliento dentro de tu
aliento, en sus ojos se mostraron los secretos enterrados en la selva,
guardados por milenios dentro de los chultunes, en su huipil se transparentaron
las profecías cinceladas en las rocas, en sus carantoñas se te dibujaron los
perfiles de los sumos sacerdotes, en su saliva probaste el Zacá, y de sus uñas
conociste los augurios de los hombres de maíz, los túneles y laberintos que
conducían al mundo de Xibalbá, el suelo tembló y los grabados y efigies pétreos
se movieron, los seres y cosas se fundieron en una sola sombra, te deshiciste
de su abrazo, corriste a pesar de que sentías las piernas entumidas, alguien
intentó detener tu huida, con el filo de su arma te hirió en el codo, pero no
paraste, las sentencias te acompañaron por los montes, por los campos en los
que erraste como un fugitivo de la espada flamígera. Jamás retornaste al
pueblo, pero sabes que Ella no ha dejado de invocarte, te ha rastreado por tus
sueños, te ha seguido en los vaivenes de la maleza, en los movimientos
escurridizos de los animales, en el crepitar de las llamas, en los murmullos de
los guijarros junto a los ríos has creído oír tu nombre, tu nombre que se
deletrea en tu oreja, la voz suave que se desliza dentro de ti, que te acerca
la botella para que bebas, aunque el líquido resbale por tu barba, inunde tu
pecho, aunque sus dedos se pierdan en tu cuello y sus labios aprisionen tu lengua, aunque ignores los senderos que te
llevaron al borde del cenote, te asomo y no te devuelve tu reflejo, ya sus
aguas apacibles se han abierto, ya el légamo permite vislumbrar los escalones
que se hunden, que se extravían en el fondo oscuro, Ella al fin te ha
arrebatado para ungirte en su paraíso, para proclamarte en la gloria y el
imperio de su ciudad, ese otro cielo.
Premio, Concurso XXV Revista Punto de Partida No.101, 1993
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