Ese pájaro extraño-Elvira Aguilar

 


Carmen dejó ocho palabras escritas: la vida siempre me pareció un pájaro extraño.

Aquella noche la pasé en su casa porque, como otras, estaba mal, tenía miedo.

—Ven, Flaquito, que el pájaro negro revolotea en mi cerebro y me quiere devorar los ojos.

Cuando llegué, la encontré recostada sobre la pequeña alfombra de la sala. Vestía ropa interior, había bebido, tenía la cara hinchada de llorar, sus labios estaban encendidos. La levanté y la llevé a su recámara. Después quiso bañarse, comento que se estaba incendiando. La metí en la tina con agua fría y comencé a tallarla. Lloraba y me pedía que la abrazara, decía que ya no quería sentir el revoloteo de ese pájaro adentro de su cabeza, que le estaba comiendo todo, que no le quedaban ideas ni voluntad. No sabíamos entonces, pero estaba viviendo, sus últimos momentos.

Tengo muchas imágenes de Carmen en el álbum de mi memoria. La recuerdo en el kínder con sus vestiditos ampones en colores pastel. La vuelvo a ver en la secundaria con sus lentes y sus brackets, leyendo en la biblioteca; la miro el día que terminamos la prepa: estrenaba ojos: se había operado la miopía. Pero la mejor imagen, la que me enamoró, fue la de aquella tare fría en Monterrey, a cero grados, cuando la miré marchar en manifestación con sus amigos de la LOM y el POS; la Liga Obrera Marxista y el Partido Obrero Socialista; iba de la mano de su novio Mijaíl, así le decía por su parecido con Baryshnikov; gritaban y cantaba consignas:

—Únete pueblo, hoy es tu día, dale en la madre a la burguesía…

No olvido su cara roja y las venas de su cuello exaltadas; de su boca salía un vapor que formaba figuras. Vi a una muchacha, no comprometida ideológicamente, sino enamorada. Sentí celos, más no pude dejar de reconocer que se veía hermosa, como un niña haciendo travesuras en la calle.

La noche de aquel día me pidió que la acompañara al hotel Ancira para cenar con sus padres que habían llegado a visitarla, cosa rara, casi sorprendente: era 1980 y el Ancira, el hotel de lujo entonces, sitio de burgueses, a los que ella había estado repudiando horas antes. Estaba elegantísima con su abrigo color marrón y sus botas de piel de cabra que hacían juego con su bolsa y guantes. Después estuve con ella, en su cama, consolándola, diciéndole que la decisión de sus padres de divorciarse no afectaba el amor que le tenían, y otras muchas frases gastadas y absurdas. Nos emborrachamos y terminamos llorando cabeza con cabeza.

A la mañana siguiente dijo:

—No tiene importancia el divorcio, siempre han estado separados, no sé por qué me pesa.

Su madre, mi tía Carlota Simón, era hija y nieta de hombres ricos de Ciudad del Carmen, dueños de varios astilleros y barcos que, a principios del siglo pasado, exportaban palo de tinte a Europa y volvían con muebles, telas, perfumes, laterías, vino y teja de Marsella que traían como lastre. Los dos perdieron sus bienes en el café del teatro Carmelita, lugar donde se jugaban fortunas y vidas.

Así, una madrugada, el padre de mi tía la apostó y la perdió, de manera que tuvo que entregarla en matrimonio al tío José Curi, que la llevó a vivir a Campeche. La tía Carlota era muy hermosa, se parecía a Ava Gardner, había sido educada para el matrimonio: bordaba, guisaba, tocaba el piano, sabía administrar su casa, cuidaba de sus hijos: Rodrigo y Carmen. Vivían en la calle 12, mi casa estaba junto a la de ellos; mi madre y la tía Carlota eran primas en segundo grado.

Rodrigo, el hermano mayor de Carmen, era muy parecido a la tía Carlota, quizá por eso ella lo mimaba y le prestaba más atención que a su hija. Teníamos diez años cuando Carmen me confesó que odiaba a su hermano porque su madre lo adoraba, que si él no hubiera nacido, ella sería más feliz. Una semana después Rodrigo falleció de neumonía. A la tía le dio una crisis de nervios tan severa que tuvieron que sedarla, no acudió al sepelio.

El tío regresó de inmediato de uno de sus viajes de negocio por el norte del país; estaba abatido. Carmen no pudo llorar, se veía asustada. Días más tarde se le presentó el llanto y dejó de comer. A la tía la internaron en una clínica y duro allá más de dos meses. Mi tío regresó a sus negocios y Carmen se quedó en mi casa. Los domingos la llevaban a visitar a su madre. Cuando ésta salió, Carme le confesó que sentía culpa porque había deseado la muerte de Rodrigo. La tía, enloquecida, le propinó una golpiza que  la hizo perder parte del cuero cabelludo y le fracturó el brazo.

Mi madre se la llevó a nuestra casa de nuevo y mandó llamar a su papá. Fue por aquellos días difíciles que escuché comentar a la amigas de mi madre que Rodrigo no era hijo del tío José, sino del eterno novio de la tía, un profesor del instituto de Campechano que le escribía poemas y con quien ella había deseado casarse.

El tío regreso y le puso a Carmen dos nanas para que la cuidaran de su madre  y de nuevo se fue. Dos años más tarde ingresamos a la secundaria y todo parecía normal: la tía se dedicaba a su casa y a diseñar vestidos para su hija, que un modisto confeccionaba con elegancia y delicadeza. Mi tío iba y venía por sus negocios. Carmen era una muchacha tímida y estudiosa, que tocaba el piano y le dedicaba varias horas a la semana al ballet. Los veranos se iban a la casa de Ciudad del Carmen y el tío pasaba con ella dos meses completos. La gente decía que él tenía una mujer en Saltillo con la que había concebido otra hija.

La primera vez que mi prima habló del pájaro negro fue después de enterarse que su madre se vía con su antiguo novio en una casita en Lerma, cerca de Campeche. No había podido dormir en varias noches, sentía que un pájaro negro revoloteaba en su cabeza, provocando que todo su cuerpo se sacudiera y sintiera náusea. Llamó a su padre y le pidió que la llevara unos días con él, pero no posible porque el tío estaba a punto de irse a Estados Unidos a cerrar un negocio. Ella, deprimida, se quedó en mi casa tres semanas.

En la preparatoria, Carmen se transformó. De ser una niña tímida y seriecita pasó a comportarse de manera alegre e incluso un poco escandalosa. Tenía un carro deportivo, vestía a la moda con faldas minúsculas, cambiaba de novios con tanta frecuencia que a veces yo no alcanzaba a conocer a uno cuando ya tenía otro; gastaba mucho dinero en las discotecas y se olvidó del ballet y del piano.

Tía Carlota la reprendía por su conducta, con frecuencia peleaban y se gritaban. La tía, con toda su amargura, le reprochaba que había salido igual a su padre: promiscua y manirrota. Carmen le aventaba cosas y se iba a mi casa a dormir. Mi madre la aconsejaba, platicaba con ella, la mimaba, le cepillaba el cabello.

—Flaquito —me decía—, qué suerte tienes, tu mamá es muy dulce.

A punto de terminar la prepa, Carmen fue operada de la miopía. Su padre envió el dinero, y mi madre y yo la acompañamos a Mérida. Todo fue rápido. Dejó de usar lentes y su cara, hermosa, adquirió una belleza sobresaliente.

Teníamos dieciocho años cuando nos fuimos a estudiar Ciencias de la Comunicación a Monterrey. Mi tío José compró una casa para que viviéramos y, de vez en cuando, nos visitaba. Carmen pronto se hizo de amigos y empezó a beber. A veces llegaba de madrugada con algún novio y lo metía a su recámara. Le dedicaba poco tiempo al estudio, se fue atrasando. Un día comentó que había probado la mariguana, que se sentía muy bien, que era como si en lugar de caminar, flotara. Después empezó a comprar la hierba y fumaba a toda hora: decía que eso estimulaba su creatividad y le dio por escribir canciones.

En Campeche, mientras tanto, la gente comentaba que la tía Carlota se había descarado, que prácticamente vivía con el profesor. El tío José regresaba a su casa con menos frecuencia; siempre sus negocios.

En Monterrey, en medio del alcohol y la droga, Carmen hacía lo posible por rescatar los semestres perdidos. Cuando estuvo a más de la mitad de la carrera, consiguió trabajo en un noticiario de televisión, lo que la tenía entusiasmada: se compró ropa, se arregló el cabello, comenzó a leer más y a documentarse. Por esa época terminé la carrera, comencé a trabajar en una agencia de publicidad y decidí irme a vivir solo.

Carmen me pidió que no la abandonara, pero a mí me incomodaban sus constantes fiestas y sus amistades, necesitaba privacidad y paz. A los pocos días me llamaron de su trabajo preguntando por ella; había faltado. Al día siguiente me volvieron a llamar por lo mismo, entonces me alarmé y fui a buscarla a su casa. Estaba drogada y sucia, sus cosas en el suelo. Se había peleado con el novio en turno y lloraba. Se abrazó a mí y me pidió que la llevara conmigo. La bañé, la arropé, la dejé dormir. Por la noche le di de comer y la acosté de nuevo. Un día después, muy temprano, me despertaron sus gritos; decía que el pájaro negro le estaba picando los oídos, que buscaba ensordecerla. Le dije que no había nada, que cerrara los ojos y se tranquilizara, pero ella se alteró más y empezó a correr por la casa golpeándose contra las paredes.

Pedí ayuda y la internamos. Llamé a los tíos, pero ninguno pudo ir. Mi madre llegó y me ayudó con ella. Los médicos dijeron que era vital desintoxicarla, que debíamos llevarla a un centro especializado contra las adicciones, mas ella se negó, dijo que no era ninguna vulgar drogadicta, que tenía control total de sus actos y de su voluntad, que sólo había estado muy presionada por el trabajo y la escuela.

Mi madre se quedó un mes. Yo las veía todas las noches, salíamos a cenar. En una plática, mamá le preguntó qué era para ella la vida.

—Ah, la vida, ese pájaro extraño —respondió.

Mamá regresó a Campeche y Carmen retomó sus actividades. El productor de su noticiario le sugirió bajar tres kilos para que retratara mejor en televisión, lo que de inmediato se volvió en Carmen una obsesión, según me dijo un sábado que la invité a comer y vi que sólo pidió lechuga con agua mineral. Comentó, además, que estaba tomando anfetaminas y diuréticos para perder peso más rápido. A los pocos días la volví a ver y estaba mucho más delgada, parecía enferma, pero ella se sentía gorda. Afirmó que le faltaba bajar algunos kilos para verse bien. Su estado de ánimo era eufórico, escandaloso, apuntaba sentirse alegre porque en poco tiempo estaría guapísima.

Una semana más tarde fue a verme a la agencia para contarme tres cosas y pedirme un favor: sabía que su madre mantenía una relación con su antiguo novio; que su padre tenía otra familia en Saltillo, y recién se había enterado que estaba embarazada, lo que arruinaba su carrera en televisión y volvía inútil su esfuerzo por perder peso. Le pregunté qué era lo que más le preocupaba y respondió que volver a ser gorda. Por último, me pidió que la ayudara a deshacerse del bebé, ya que no podía dejarlo crecer, ni quería pedirle el favor al padre, que era el productor de su programa. Se fue enojada porque me negué. Salió diciendo que no podía creer que yo, su casi hermano, la dejara sola con un problema así.

Por unos días no supe de ella hasta que, una madrugada, me llamó llorando. Vociferaba que sentía culpa por haberse deshecho de su hijo y que el pájaro negro la martirizaba desde hace una semana; además, había perdido su trabajo y a su novio, porque éste e dio su lugar a una muchacha con cuerpo de modelo. La abrace fuerte y le dije que todo iba a mejor, que yo estaría a su lado. Le prometí ayudarla con sus tesis para que pudiera titularse e incluso le comenté que si quería luego nos regresaríamos juntos  a Campeche o nos iríamos a donde más le gustara.

Poco antes de presentar su examen profesional, Carmen se hizo amiga de un grupo de estudiantes de Economía y maestros comunistas, entre los que estaba Mijail, quien leía con ella poesía de Borges y le enseño a escuchar música de Pablo Milanés, Silvio Rodríguez y Alfredo Zitarrosa. Algunas veces estuve en sus reuniones; su novio me parecía buena persona, le prodigaba atenciones, la cuidaba, la escuchaba; se reían mucho juntos, pero a ella se le metió en la cabeza que él la quería robar.

Me comentó que preguntaba por los negocios de su padre, por el valor de sus joyas y por sus bienes. Al poco tiempo, por coincidencia, entraron a robar en su casa. Se llevaron joyas, dinero y equipos electrónicos. Me habló histérica. La acompañé a poner su denuncia. Acusó a Mijaíl y los miembros del POS y la LOM, aseguraba que se habían confabulado para quitarle sus pertenencias, porque odiaban su estilo de vida. De inmediato cayó en depresión e intentó suicidarse.

Era sábado, yo estaba fuer de la ciudad. Antes de irme le había dejado los datos de mi hotel en Laredo, Texas. Ella llamó a las tres de la mañana diciendo que el pájaro negro la estaba obligando a quitarse la vida, que la fuera a ver. Me asusté, le pedí que buscara a su vecina. Dijo que no podía moverse, que estaba perdiendo sangre, que veía nublado. Llamé al servicio médico y llegaron a rescatarla. De inmediato me dirigí a Monterrey: se había cortado las venas y herido las piernas. Estuvo varios días internada, mis tíos llegaron. Él la abrazo largo rato y luego se quedó cerca varios días, mimándola y hablándole. La tía la regañó fuerte, le dijo que el castigo para un acto así era el infierno, después me miró con ojos duros y mencionó que tal vez yo tenía algo de culpa. Los médicos plantearon la necesidad de un tratamiento psiquiátrico, pero Carmen reaccionó mal, dijo que ella no era una desquiciada, que solo estaba pasando por momentos complicados.

Antes de que saliera de la clínica le prometí mudarme a su casa un tiempo, el reglamentario para que termináramos sus tesis y presentara su examen de grado; la vi entusiasmada. Tres meses más tarde tenía fecha para titularse.

La mañana que presentó su examen estaba radiante, alegre, reía y bromeaba, no se le veía nerviosa. Su padre, mi madre y yo fuimos sus únicos acompañantes; la tía no fue invitada porque Carmen no quería verla. Después de la ceremonia fuimos a comer con sus sinodales y allá nos dio la noticia.

—Papá, tía, Flaquito, les presento a mi novio, a mi futuro esposo.

A todos nos sorprendió gratamente; su prometido era el director de la facultad, quien además había sido presidente de su jurado; un hombre maduro, serio, culto, dueño de un periódico de amplia circulación. Yo experimenté varios sentimientos en ese momento, pero por encima de todos prevaleció mi alegría por ella.

La boda sería en seis meses, de manera que los preparativos comenzaron de inmediato, para lo que ella pidió a mi madre que se quedara para ayudarla a escoger su ajuar. El novio las llevó a Estados Unidos en varias ocasiones para hacer compras. Mientras tanto, un despacho de arquitectos se encargaba de remodelar la casa que él le había comprado. Mi prima hablaba con emoción de que trabajaría  con su marido en el periódico y que, más adelante, tendrían una revista. Decía que como él era mayor, lo hijos vendrían pronto. Nunca la vimos más ilusionada, por eso nos extrañó cuando un día nos comunicó que había terminado su relación. Le dijo a mi madre que ya no era necesario que se quedara, pues no habría boda. Intentamos saber que sucedió, pero se mostró hermética. Su novio la llamaba y buscaba, mas ella no quiso verlo en dos semanas. Un día aceptó salir a comer con él, yo pensé que todo se arreglaría, pero por la tarde fue a buscarme, histérica, maldiciendo, alcoholizada.

Me pidió que la acompañara, pero no quiso decirme adónde. Un rato después llegamos a la casa que había comprado su novio, estaba terminada, era amplia, elegante, tenía un jardín con pinos altos y una fuente que simulaba un lago. Nunca supe de dónde sacó un martillo y empezó a romper los muebles de baño, los espejos, los closets, las ventanas, las puertas, los pisos, los barandales…

Me asusté y me enojé mucho, le pedí que se tranquilizara, intenté llevármela a la fuerza, jalándola del brazo, pero estaba fuera de sí, parecía no escuchar. Cuando se cansó, aventó el martillo y salió corriendo. Dentro del carro se puso a llorar; decía que ahora le resultaría imposible volver con su novio para casarse, que no la perdonaría, y que ella si pensaba perdonarle su infidelidad.

Al día siguiente salimos huyendo de la ciudad amparados por la madrugada: teníamos una demanda encima, éramos buscados. Nos instalamos en la Ciudad de México. Mi tío fue a vernos y nos apoyó para poner nuestros departamentos. Conseguí trabajo en un periódico y Carme, por varios meses, no hizo más que llorar, lamentarse por haber arruinado su boda, y beber. El pájaro revoloteaba por su cabeza con mayor frecuencia. Yo me encontraba verdaderamente cansado de ella, a veces no contestaba sus llamadas. Otras, le hablaba extrañado por su silencio.

La noche que me pidió que la fuera a ver porque el pájaro negro revoloteaba en su cerebro y le quería devorar los ojos, supe que algo definitivo sucedería. Después de bañarla, la acosté y me quedé con ella hasta que se durmió. Me recosté en el sofá de su recámara, no me di cuenta en qué momento se levantó y salió. Me despertó  un ruido seco que provenía del pequeño estudio, fue como si un libro grueso se hubiera caído de lo más alto del librero. Me levanté y noté que ella no estaba en la cama, entonces corrí al estudio y, desde el pasillo, antes de entrar, vi un cuadro horroroso. Me detuve en el marco de la puerta y me tapé la boca, no sé si para contener el llanto o un grito, pero de mí nada salió en ese momento. El techo estaba salpicado de sangre y Carmen yacía en un sillón con la cabeza apoyada sobre el pecho: se disparó en la boca: única forma de matar al pájaro negro.

Después del sepelio regresé a su departamento y me senté en el mismo sofá donde ella se quitó la vida. Empezó a llover, era la primera lluvia de mayo. Miré hacia la avenida a través de la ventana. De la copa de un laurel de la India  se desprendió un enorme pájaro; era negro, abrió sus alas y se elevó… Ya está, Carmen, se fue, no lo tendrás más en tu cabeza, dije, mientras arrugaba el papel que contenía sus últimas ocho palabras.

 

Cierro los ojos y te miro, 2011





Elvira Aguilar Angulo (Chetumal, Quintana Roo, 1964). Escritora mexicana. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Autónoma de Nuevo León UANL y Maestra en Educación por la Universidad Interamericana para el Desarrollo unid. Ha publicado cinco libros: Cierro los ojos y te miro (2011), Rincón de Selva (2006), Mirando al puerto de Payo Obispo (2002), Donde nunca pasa nada (1999), y Mujeres de sal (1997).  Además, es coautora de otros títulos y antóloga. Ha sido profesora universitaria y de nivel medio superior; así como productora, guionista y conductora de radio y televisión. Actualmente, coordina la Red Estatal de Bibliotecas Públicas de Quintana Roo y colabora en la revista Río Hondo.

 

 


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