Destinitos fatales-Andrés Caicedo



I

 

A un hombrecito le gusta el cine y llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá «el cine de calidad» que no puede ver en los teatros cuando estos sólo exhiben vaqueros y espías; imbéciles que abuchean una película de John Ford con John Wayne «porque el ejército de ee uu siempre mata muchos indios», que le dicen imbécil a Jerry Lewis. Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por allí uno que insulte al hombrecito del cine club por estar exhibiendo cosas de estas cuando los estudiantes luchan en las calles, gente que únicamente sueña de noche y que siempre duerme bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de papitas, de viajes, de política y cuando llegue la noche se ponen a soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien, el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez personas a sus películas de vampiros, nueve, ocho, siete, seis, cinco, los últimos cuatro sí empezaron a conversar, a contarse recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca nadie más lo volvió a ver por estas tierras.

El hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón, mitad luz y mitad sombra.

El hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto, pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito tuvo que bajar los ojos.

 

II

 

Un empleado público se monta a las dos del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora y con este calor, así que el empleado público en lo único que piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa, en la siestecita de cinco minutos, en el sueñito que sueñe, y por pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha montado no para cada cuatro cuadras ni para en ninguna parte, y cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de negro, todos de piel oscura y por qué será que todos están así de flacos y por qué a todos se les ve el hambre en la cara, por qué, sobre todo el chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el periódico.

Pero mañana no va a salir nada en el periódico.

Un hombrecito va por allí caminando fresco, cargando un libro de míster Edgar Allan Poe que pesa cinco kilos. De pronto un gordo lo ve pasar y se le acerca y le pregunta:

—Dígame, ¿no le molesta andar con ese libro tan pesado parriba y pabajo?

El hombrecito, que es muy bondadoso y un poco ingenuo, no se da cuenta que el gordo se quiere burlar de él, y por eso piensa antes de contestar, para darle la respuesta exacta; y ella es:

—Lo que pasa es que desde hace un tiempo para acá me di cuenta que yo vivo mi vida montado en un globo, y el libro de Edgar me sirve de lastre. Lastre para no elevarme tanto, para no ir a parar a una región desconocida, habitada por gente que a lo mejor no me gusta, que no conozco. Además la persona que más supo de globos en el mundo fue mi amigo Edgar.

Y el gordo al oír eso se le ríe en la cara. Y el hombrecito comprende ahora y se pone muy triste. Y la tristeza le dura cinco días. Hasta que se encuentra en una película una actriz americana de la que se puede enamorar fácil, y la tristeza se le pasa.



Calicalabozo,1984 







LUIS ANDRÉS CAICEDO ESTELA (Cali, Colombia, 1951 – ib., 1977) fue un escritor colombiano. Nació en Cali en 1951 y su obra es considerada como una de las más originales de la literatura colombiana. Caicedo lideró diferentes movimientos culturales como el grupo literario Los Dialogantes, el Cine Club de Cali y la revista Ojo al cine. En 1970 ganó el I Concurso Literario de Cuento de Caracas con «Los dientes de Caperucita», lo que le abriría las puertas al reconocimiento intelectual. Se suicidó el 4 de marzo de 1977, cuando tenía veinticinco años, el mismo día que recibió la primera copia Impresa de ¡Que viva la música!, la obra por la que es recordado hasta el día de hoy y que ha sido traducida a varios idiomas.

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