Luna negra-Celia Pedrero

 


Y sintió que le asfixiaba la rutina de su vida, los recuerdos, el pasado, rostros de gusto ácido en la boca. Hijos y marido le habían descuartizado el lado pequeño del cerebro que le permitía pensar. Se sentía como alcancía llena, repleta de domingos, de lunes de clases; una cama para las cogidas, una sonrisa descongelada para los amigos de los sábados por la noche.

En el estómago se le revolvieron los pagos vencidos, la lista del súper, la invariable cara de su suegra…

Estaba asqueada. Se metió un dedo hasta el principio de la garganta… ¡Qué alivio! Qué bueno vomitar la mar de insatisfacciones. Sin embargo, aún así regresaron los mismos sentimientos, —quizá nunca se irían.

La piel quemaba. El cuarto se estrechaba más y más, ¡y ese dolor punzando su cabeza! Abrió la puerta. Caminó la breve distancia a la calle. Allí, respiró hondamente, pero sólo logró hacer palpitar sus sienes, al punto de sentir casi reventar las venas.

Pareció entonces que sus piernas cobraron voluntad propia y se encaminaron —con apresuramiento— sabrá Dios a dónde; caminaba a prisa, muy de prisa, más. Sus manos acariciaron su vientre, su pecho; los senos, alguna vez libres. Le ardía el cuerpo.

Desabrochó la blusa y tiró, con un solo jalón, el carcelero 32-«B». Luego, las manos actuaron nerviosamente, descorrieron el cierre de la falda, que cayó ondulándose. El bikini, por sorber acuosidad, quedó manchado de lodo al caer sobre un charco septembrino.

¡Qué sensación tan nueva mirar su cuerpo mojado, desnudo! Fue, por fin, cuando se dio cuenta que llovía. Besó las gotas. Miró las nubes cargadas, plenas de promesas de resurrección.

La agitación había pasado. De los dedos, del cabello, de los oídos, brotaba un desconocido júbilo, una impensable alegría. Así, aunque consciente de ser observada por los perplejos vecinos, no pudo contenerse, detener la risa, y se carcajeó. Lo hizo hasta extenuarse y sentir dolor en el centro del estómago. Le dolió, le dolió allí tan fuerte como aquellas —tantas— veces que no quería coger y él se la metía a la fuerza.

Fue precisamente al parar de reír cuando descubrió que ya no estaba en la calle; la acera era un piso marmoleado y las miradas de los vecinos eran paredes sin ventanas; su cuerpo era una bata con las mangas atadas por la espalda en un nudo gordiano. Pero no importaba, realmente no importaba. Sabía ya que después de una jeringa de diazepán volvería a ese mundo invertido que ella contenía, donde el sueño y la muerte son lo mismo.



Entre el silencio y la ira (1992)




Celia Pedrero (Mérida, Yucatán) Promotora cultural. Escribe cuento, ensayo, guión radiofónico y reportaje. Se desempaña en el ámbito del periodismo cultural y la radio. Integrante fundadora del Centro Yucateco de Escritores. Tiene el diplomado en Letras Hispanoamericanas por la Facultad de Ciencias Antropológicas de la UADY. Como promotora cultural, estuvo en los talleres de organización de proyectos culturales, planeación cultural y organización de eventos artísticos (Conaculta / Culturas Populares, 1997) y en el diplomado de Planeación y Producción Editorial (IESY / Centro Avanzado de comunicación Eulalio Ferrer, 2000. Ha publicado en revistas y suplementos culturales como El Juglar, del Diario del Sureste, Navegaciones Zur y el Diario de Yucatán. Actualmente realiza actividades independientes enfocadas a la promoción cultural en niños y jóvenes.


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