Luna Nueva-Lucía Berlín

 



El sol se puso con un susurro mientras la ola llegaba a la playa. La mujer siguió subiendo por el damero de baldosas negras y doradas del malecón hacia los acantilados de la colina. Otra gente también echó a andar de nuevo una vez se puso el sol, como espectadores al acabar la función. No es solo la belleza del crepúsculo tropical, pensó, la razón de su trascendencia. En Oakland el sol se ponía cada tarde sobre el Pacífico y marcaba el fin de un día más. Cuando viajas te apartas de la rutina de tus días, de la linealidad imperfecta y fragmentada de tu tiempo. Como al leer una novela, los sucesos y la gente se vuelven alegóricos y eternos. El chico silba recostado en una tapia en México. Tess apoya la cabeza en el flanco de una vaca. Seguirán haciendo lo mismo para siempre; el sol seguirá hundiéndose en el mar, sin más.            

Caminó hasta un mirador sobre el acantilado. El cielo púrpura se reflejaba iridiscente en el agua. Justo bajo la cornisa había una enorme poza hecha de piedras en un entrante de las rocas escarpadas. Las olas rompían contra la pared y rebasaban en la poza cuando bajaba la marea, desperdigando a los cangrejos. Varios chicos nadaban en el agua más profunda, pero la mayoría de la gente solo se bañaba donde hacía pie o se sentaba en las rocas cubiertas de algas.

La mujer bajó por los peñascos hasta el agua. Se quitó el blusón que llevaba encima del traje de baño y se sentó en la pared resbaladiza entre los demás. Miraban hacia el horizonte mientras el cielo se difuminaba y una luna creciente como un gajo de naranja despuntaba en el cielo violeta. ¡La luna!, gritaba la gente. ¡Luna nueva! Oscureció y la luna naranja se hizo de oro. La espuma que caía en cascada en la balsa era de un brillante blanco metálico; la ropa de los bañistas ondeaba espectral como bajo una luz estroboscópica.

La mayoría de los bañistas en la poza plateada iban completamente vestidos. Muchos habían venido desde las montañas o los ranchos lejanos; sus cestos se apilaban aquí y allá en las rocas.

Y como no sabían nadar disfrutaban flotando en el agua, dejando que las olas los mecieran y les dieran vueltas con su vaivén. Cuando el oleaje cubría la pared no parecía que estuviesen en una balsa, sino en su propio remolino en medio del océano.

Las farolas se encendieron encima de la cala recortando la sombra de las palmeras del malecón. Resplandecían como lámparas de ámbar sobre los intrincados postes de hierro forjado. El agua de la poza multiplicaba los reflejos de las luces, primero enteras, luego en fragmentos refulgentes, luego enteras de nuevo como lunas llenas bajo la luna diminuta del cielo.

La mujer se zambulló en el agua. El aire era fresco, el agua cálida y salada. Los cangrejos le corretearon por los pies, notó el roce aterciopelado y punzante de las piedras del fondo. Solo entonces recordó que había estado en esa misma balsa muchos años atrás, antes de que sus hijos aprendieran a nadar. Un nítido recuerdo de los ojos de su marido mirándola desde el otro lado. Llevaba abrazado a uno de los niños, mientras ella nadaba con otro en los brazos. Ningún dolor acompañó la dulzura de esa reminiscencia. Ninguna pérdida o arrepentimiento o regusto de muerte.

Los ojos de Gabriel. La risa de su hijo, resonando desde los acantilados hasta el agua. Las voces de los bañistas también rebotaban en la roca. ¡Ah!, exclamaban como si vieran fuegos artificiales cuando los chicos jóvenes hacían un salto. Se mecían en el agua vestidos de blanco. Era una fiesta, la ropa revoleaba como si danzaran un vals. Más abajo, el mar dibujaba delicadas tracerías en la arena. Una pareja se arrodilló en la orilla. No se tocaban, pero estaban tan enamorados que a la mujer le pareció como si disparasen dardos y saetas diminutas que caían en el agua, igual que luciérnagas o peces fosforescentes. Iban los dos vestidos de blanco, pero parecían desnudos contra el cielo oscuro. La ropa se pegaba a sus cuerpos negros, a los hombros y costados fuertes de él, a los pechos y el vientre de ella. Al compás de las olas su larga melena flotaba y los cubría en zarcillos de niebla negra que luego se escurrían negros e impenetrables en el agua.

Un hombre con un sombrero de paja le preguntó a la mujer si podía ayudarle a meter a sus bebés en el agua. Primero le entregó al más chico, que estaba asustado. Resbaló por los brazos de la mujer como un mandril temeroso y se trepó encima de su cabeza, tirándole del pelo, enroscando las patas y la cola en su cuello. Ella se desenredó del bebé chillón. «Coja al otro, es más dócil», dijo el hombre, y ese niño se dejó llevar plácidamente mientras ella nadaba. Tan quieto que pensó que debía de haberse dormido, pero no, tarareaba. Otra gente también cantaba y tarareaba en la noche fresca. El gajo de luna se volvió blanco como la espuma a medida que más gente bajaba los escalones hasta el agua. Al cabo de un rato el hombre le quitó al bebé y luego se marchó, con los niños.

En las rocas una chica intentaba convencer a su abuela de que se bañara.

—¡No! ¡No! ¡Me caeré!

—Métase —dijo la mujer—. Yo la llevaré nadando alrededor de la balsa.

—Verá, es que me rompí una pierna y me da miedo rompérmela otra vez.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó la mujer.

—Hace diez años. Lo pasé muy mal. No podía cortar la leña para el fuego. No podía trabajar en los campos. No teníamos qué comer.

—Venga. Iré con cuidado de que no se lastime la pierna.

Al final la anciana dejó que la ayudara a bajar de la roca y la metiera en el agua. Se reía, mientras la aferraba del cuello con sus frágiles brazos. Era liviana, como un saco de conchas. Su pelo olía a hogueras de carbón. «¡Qué maravilla!», susurró contra la nuca de la mujer. Su trenza plateada ondeaba detrás de ellas en el agua.

Tenía setenta y ocho años y nunca antes había visto el océano. Vivía en un rancho cerca de Chalchihuites. Había viajado en la trasera de un camión hasta el puerto marítimo con su nieta.

—Mi esposo murió el mes pasado.

—Lo siento.

Nadó con la anciana hasta la pared más alejada, donde las olas frías se derramaron sobre ellas.

—Por fin Dios se lo llevó, por fin atendió mis plegarias. Ocho años estuvo postrado en cama. Ocho años en los que no pudo hablar, no pudo levantarse o comer solo. Como un recién nacido. Yo sufría de cansancio, me ardían los ojos. Al final, cuando pensaba que estaba dormido intentaba escabullirme. Él susurraba mi nombre, con una voz ronca espantosa. ¡Consuelo! ¡Consuelo! Y alargaba hacia mí sus manos esqueléticas, manos de lagarto muerto. Fue una época terrible, terrible.

—Lo siento —dijo de nuevo la mujer.

—Ocho años. Yo no podía ir a ningún sitio. Ni a la vuelta. ¡Ni hasta la esquina!

Todas las noches le rezaba a la Virgen para que se lo llevara, para que me diese un respiro, unos días sin tener que cargar con él.

La mujer agarró otra vez a la anciana y volvió a nadar por la balsa, estrechando el cuerpo frágil contra su cuerpo.

—Mi madre murió hace solo seis meses. Para mí fue lo mismo. Una época terrible, terrible. Estaba atada a ella día y noche. No me conocía y me decía cosas feas, un año tras otro, apresada en sus garras.

¿Por qué le cuento a esta anciana semejante mentira?, se preguntó. Aunque no eran del todo mentira, las malditas garras.

—Ahora ya se han ido —dijo Consuelo—. Estamos liberadas.

La mujer se rio; «liberadas» era una palabra tan típica de Estados Unidos. La anciana pensó que se reía de felicidad. Abrazó a la mujer y le dio un beso en la mejilla. No tenía dientes, así que el beso fue suave como los mangos.

—¡La Virgen atendió mis plegarias! —dijo—. A Dios le alegra ver que tú y yo somos libres.

           Las dos mujeres se dejaron mecer por el vaivén del agua oscura, las ropas de los bañistas daban vueltas a su alrededor como un ballet. Cerca de ellas la joven pareja se besó, y por un momento las estrellas centellearon en el firmamento, hasta que una bruma las cubrió y veló la luna y la luz opalina de la farola de la calle.

—¡Vamos a comer, abuelita! —gritó la nieta.

Temblaba de frío, con el vestido chorreando sobre las piedras. Un hombre izó a la anciana del agua, la llevó en brazos entre las rocas serpenteantes hasta el malecón. Tocaban mariachis, a lo lejos.

—¡Adiós! —dijo la anciana desde el parapeto, saludando con la mano.

—¡Adiós!

La mujer la saludó también. Se quedó flotando junto al borde más lejano en el agua cálida y sedosa. La brisa era indescriptiblemente suave.



Una noche en el paraíso, 2018

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