Oficios marinos-Ana Clavel
Era alto y erecto como la verga de un barco. Su
profesión no estaba relacionada, sin embargo, con la marina sino con la
medicina. Fue mi ginecólogo cuando estuve embarazada. Tenía manos grandes y
dedos largos que palpaban mi interior. Sus ojos presagiaban la melancolía del
marino que ha hurgado todos los mares en busca de la imposible perla de los vientos.
. . Qué remedio: lo amé desde el fondo de mis entrañas. Nos citábamos cada mes;
después, cada semana. No era yo la única que suspiraba. En la sala de espera
del consultorio otras mujeres, flanqueadas por maridos ingenuos, aguardaban
ansiosas su profanación.
Una vez, cercano el
parto, me auscultó y mi vientre curvo se precipitó en leves oleajes. Su rostro
emergió de excitación entre mis piernas mientras deslizaba dos de sus largos
dedos. "Ya casi. . . ", susurró a modo de promesa.
Yo quería estar en mis cinco
sentidos cuando tuviéramos por fin el esperado encuentro: deseaba un parto
psicoprofiláctico, sin anestesia, sin la violencia de ser rasurada, sin corte quirúrgico
para evitar desgarramientos. Él me escuchaba con paciencia mientras desviaba la
vista hacia el ventanal del consultorio como el vigía que sabe que, aunque la
encuentre, no dará jamás con la tierra prometida: antes de mí, de cada cien
mujeres que lo intentaban, difícilmente una llegaba al final. Las enfermeras y
el constante repiqueteo del teléfono nos interrumpían. Pero sí: él me ayudaría y
juntos arribaríamos a buen puerto.
El plazo se cumplía. Lo
desperté en la madrugada y quedó de alcanzarme en el hospital. El médico de
guardia me auxilió con las respiraciones mientras el anestesista intentaba seducirme
con la promesa de aminorar el dolor. Pero no era para tanto: cada centímetro de
dilatación me traía a la mente la brisa de su mirada. Por fin llegó y me alzó
en brazos para cambiarme de posición. En realidad, me izó con él hasta el lugar
del vigía donde avizoré el mar y la isleta al fin posibles. Me tendió en la camilla,
me separó las piernas y se inclinó para masajearme en una caricia intensa que
me quitaba el aliento. Al borde del grito me confesó: "Tengo que hacerlo
para que no te desgarres. . . ¿Recuerdas que así lo querías?”
No pude resistirlo más.
De pronto mi cuerpo se abrió y un relámpago se deslizó como un pez luminoso
entre mis piernas. Jadeante, le entregué mi goce. Lo recibió con sus manos
inmensas y unos ojos que eran la brisa triste que sopla el deseo colmado. Se
dio la vuelta y entregó mi orgasmo a la enfermera que, diligente, lo envolvió
en pañales.
Lo vi un par de veces más y confirmé el naufragio: nuestra historia de desamor por fin había comenzado.
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