La mujer ante el espejo: cinco autobiografías-Rosario Castellanos.

 


La mujer, según definición de los clásicos, es un varón mutilado. Pero no obstante lo que este concepto indica de fealdad intrínseca y extrínseca, de parálisis en el desarrollo, de despojo violento, no ha habido mujer que haya desperdiciado la oportunidad de contemplar su imagen reflejada en cuantos espejos le depara su suerte. Y cuando el cristal de las aguas se enturbia y los ojos del hombre enamorado se cierran y las letanías de los poetas se agotan y la lira enmudece, aún queda un recurso: construir la imagen propia, autorretratarse, redactar el alegato de la defensa, exhibir la prueba de descargo, hacer un testamento a la posteridad (para darle lo que se tuvo pero ante todo para hacer constar aquello de lo que se careció), evocar su vida.             

El modo de la evocación cambia con las épocas. Santa Teresa, santa al fin, al fin española, al fin espíritu de la Contrarreforma, apela a la obediencia para que le sea lícito hablar de esa «puerta del infierno» que, a la manera de ver de la patrística, era su cuerpo de muchacha hermosa, sus manos aliñadas y finas, su «cuello, cabello, labio y frente» en los que se gozaba su vanidad y se posaba la mirada concupiscente de los otros. Hasta que la gracia la señaló e hizo que aquella «fermosa cobertura» hablara otro lenguaje que el de las mentirosas apariencias: el lenguaje del dolor incomportable, el de las llagas y la invalidez, vía estrecha para llegar a un punto en el que se accede a lo inefable.

De los coloquios con la divinidad vuelve inflamada de celo apostólico para realizar una tarea muy concreta y muy precisa: insuflar en la orden carmelita el fervor primitivo. Lo sublime se manifestará en actos menudos que Teresa recoge por lo que contienen: «Dios anda en los pucheros». ¿Cómo iba a alejarse de él su sierva? Tras su reja de clausura se le hace patente lo que siglos más tarde iba a formular Valéry: que del mayor rigor nace la mayor libertad.

 La ejemplaridad de Sor Juana es tan sospechosa ante el criterio de sus superiores que primero le hubieran prohibido que mandado que consignara su historia. Pero ella aprovecha la coyuntura de una reprimenda para escribir un alegato a su favor.

El de Sor Juana no es camino de santidad sino método de conocimiento. Para conservar lúcida la mente renuncia a ciertos platillos que tienen fama de entorpecer el ingenio. Para castigar a su memoria por no retener con la celeridad debida los objetos que se le confían, se corta un pedazo de trenza. Sueña en disfrazarse de hombre para entrar en las aulas universitarias; intenta pasar, sin otro auxilio que el de la lógica, de la culinaria a la química. Desde su celda de encierro escucha las rondas infantiles y se pregunta por las leyes de la acústica. Desde su lecho de enferma, sin más horizonte que las vigas del techo, indaga los enigmas de la geometría. Lectora apasionada, aprende el alfabeto por interpósita persona y llega a su hora final reducida a la última desnudez: la de no poseer un solo libro.

Virginia Woolf hubiera hallado en esta figura un antecedente de su arquetípica Judith, posible hermana de Shakespeare, quizá dotada de genio como él pero sacrificada por la organización patriarcal de la sociedad, a la ignorancia, al ahorro, al matrimonio de conveniencia, a la maternidad obligatoria. Virginia se indigna de este trato desigual a posteriori. Ella tiene lo que sus antecesores ambicionaron sin alcanzar: un cuarto propio, independencia económica, formación intelectual, respeto a su oficio de escritora. Cuanto habla de sí misma está en aptitud de prescindir de la anécdota y de buscar, más allá de la trabazón de los sucesos y de la capacidad de las cosas, el resplandor de la vida.

La vida, que no puede tener dos vertientes. Lo que da al arte se lo merma a la especie. La esterilidad física es el diezmo que Virginia Woolf paga a la justicia a cambio de un instante de beatitud en que el universo se revela a los ojos del contemplador como dotado de sentido, de orden, de transparencia y de belleza. El instante en que la totalidad se deja aprehender y traducir por la palabra poética.

Para Simone de Beauvoir la palabra es también prosa, es decir, signo para apuntar hacia la realidad, instrumento para orientarse en el mundo, paréntesis para aislar un objeto de todos los demás que lo circundan y reducirlo a sus notas esenciales. El lenguaje va a ser el medio gracias al cual ella, que era originariamente amorfa —en tanto que «segundo sexo» en particular, en tanto que ser humano en general—, va a realizar la tarea de construir su existencia, va a arrostrar los riesgos de la libertad, va a experimentar la angustia de la elección de una conducta que, gratuita, aspira a convertirse en necesaria, aunque esta aspiración sea constantemente impedida por la conciencia vigilante. Así es como Simone, la «joven formal», arriba al puerto de la vejez atravesada por el dardo de una gran pasión inútil, tan inútil como las otras: la pasión del verbo que es carne, que es acto, que es entendimiento y que perdurará como memoria.

Para Elena Croce la memoria es un ejercicio ingrato cuando todavía no alcanza a colocarse a la distancia suficiente de las cosas como para que las considere con ese desinterés, si acaso teñido de benevolencia, con que se considera lo que es ajeno, lo que no nos ha sido arrancado de las entrañas ni ha hundido sus raíces en nuestra voluntad.

Ella, que no supo nunca «dejarse vivir» porque la reflexión se adelantaba a la acción para estorbarla, para medirla calificándola, tiene que aprender a recordar con gracia, negándose, por principio, a constituirse en el núcleo del que dimanen los recuerdos. «Yo» es un pronombre que se evita para sustituirlo por una tercera persona más neutra, rozada en la superficie de sus declaraciones, no penetrada jamás en la intimidad de sus intenciones.

Porque la desconfianza de Elena Croce tiene «cierta dosis de puritanismo» gracias a la cual descubre que su historia está hecha no de esas peculiaridades prodigiosas que maravillaron la ingenuidad de nuestros abuelos sino de rasgos absolutamente genéricos, propios más que de una personalidad, de la moda imperante en una clase, del estilo de una tradición cultural, del tono de un momento del devenir de un país.

Así, Elena Croce va a definirse como un producto de la gran burguesía católicoliberal italiana que crece cuando comienza a respirarse el clima helador de 1930, cuando el culto a la originalidad que se extraía del más pobre individualismo estaba abriendo de par en par las puertas al colectivismo totalitario.

A la gente del «clan» de Elena Croce la sostenía esa seguridad de no equivocarse que sólo presta la educación inculta de la aristocracia; la animaba una amabilidad lo suficientemente despiadada como para permitirle suprimir su capacidad innata de ignorar al prójimo; y la exclusión de cualquier idea de que se pudiera llegar a ser alguien así como también cualquier necesidad de cimentarse con los otros.

Toda curiosidad, toda inclinación hacia algo no directamente relacionado con el «clan» era admitido como una especie de condescendencia, como un gesto de elegancia más bien superfluo. La actitud ante el arte, por ejemplo, era siempre la de un mecenas; ante la ciencia, la de una cortés atención; ante el sufrimiento humano, la de la Divina Providencia.

 Respecto al pasado, nostalgia; respecto al porvenir, duda; y en el presente, fruición. Una fruición no disminuida por ningún escrúpulo acerca de su legitimidad, ni por el menor remordimiento por su abuso.

La infancia dorada debía prolongarse el mayor tiempo posible; la salud, ser frágil; la belleza, hereditaria; el carácter, despótico y arbitrario; la habilidad, moderada, y la inteligencia, de tal índole que pudiera hacerse perdonar por todos. ¿El trabajo? Es lo que los demás hacen. ¿El dinero? Es lo que uno tiene, lo que gasta, lo que regala, lo que atesora, lo que lega. ¿Y el amor? Un sarampión del que una experiencia basta para la inmunidad y deja a quien lo ha padecido apto para el matrimonio, para la vida que quizá no consista más que en oponer a los cambios de los siglos un apego casi mineral a la estabilidad.


Mujer que sabe latín...(1973)





Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925 - Tel Aviv, 1974) Narradora y poeta mexicana, considerada en este segundo género la más importante del siglo XX en su país.  Rosario Castellanos cursó estudios de letras Universidad Nacional Autónoma de México; por esos años se relacionó con literatos como Jaime Sabines, Ernesto Cardenal y Augusto Monterroso. En Madrid complementaría su formación con cursos de estética y estilística. Trabajó en el Instituto Indigenista Nacional en Chiapas y en Ciudad de México, preocupándose de las condiciones de vida de los indígenas y de las mujeres en su país. En 1961 obtuvo un puesto de profesora en la Universidad Autónoma de México, donde enseñó filosofía y literatura; posteriormente desarrolló su labor docente en la Universidad Iberoamericana y en las universidades de Wisconsin, Colorado e Indiana, y fue secretaria del Pen Club de México. Dedicada a la docencia y a la promoción de la cultura en diversas instituciones oficiales, en 1971 fue nombrada embajadora en Israel. Su poesía, en la que destacan los volúmenes Trayectoria del polvo (1948) y Lívida luz (1960), revela las preocupaciones derivadas de la condición femenina, y llamó pronto la atención de poetas y ensayistas como Octavio Paz y Carlos Monsiváis. Su poesía completa fue reunida bajo el título de Poesía no eres tú (1972). Su mundo narrativo toma muchos elementos de la novela costumbrista. Las novelas Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962) recrean con precisión la atmósfera social, tan mágica como religiosa, de Chiapas.  Entre su obra también se encuentran volúmenes de cuentos situados en el mismo registro: Ciudad Real (1960), Los convidados de agosto (1964) y Álbum de familia (1971). Sus ensayos fueron reunidos en la antología Mujer que sabe latín (1974), título inspirado en el refrán sexista: "mujer que sabe latín, ni encuentra marido ni tiene buen fin", que puede considerarse representativa de su vida, su obra y su visión de la realidad. Falleció en Tel Aviv, el 7 de agosto de 1974, a los 49 años.

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