Náufragos-Cristina Peri Rossi
Estaba a punto de ganar la
costa, cuando escuché los gritos de una mujer que pedía auxilio. Con gran
dificultad había conseguido acercarme a la playa, y no tenía intención de
retroceder. Fue cierto sentimiento de vanidad, de suficiencia, más que la generosidad,
lo que me llevó a cambiar de parecer. Oscurecía, el cielo amenazaba tormenta, y
hubiera sido más fácil nadar unos metros más hacia la orilla. Pero yo ya estaba
salvado, y nada hay más peligroso en este mundo que un hombre que ha vuelto a
nacer: en su interior, está convencido de que ya nada grave le ocurrirá y especialmente,
sospecha que su salvación se debe a ciertos méritos personales — la astucia, la
inteligencia o la imaginación — a partir
de los cuales es invencible. Pronto olvidé que era un sobreviviente y las
fatigas que eso me había causado: retrocedí con arrojo, con el excedente de
vida que me sobraba.
El mar
estaba picado y una luz confusa, amarillenta, presagiaba vientos y relámpagos.
Las olas, cada vez más altas, comenzaban a precipitarse con mayor rapidez. El
mar era azul, profundo, pero a lo lejos se ennegrecía, como un tumor.
No había
visto nunca antes a aquella mujer, y no me pregunté nada acerca de su naufragio:
procediera de donde procediera, se estaba ahogando, y aunque gritaba, no hacía
gran cosa por evitarlo. Viéndola sumergirse y reaparecer, con los cabellos sueltos
y los ojos desorbitados, llegué a pensar que esa mujer, por algún raro fenómeno,
no flotaba. De modo que procuré ayudarla con mis gritos:
—¡Flexione
las piernas! ¡Muévalas! ¡Agite los brazos en círculo! ¡Cierre la boca!
No sabía si
oía mis instrucciones, pero pensé que de todos modos, si el eco de mi voz le
llegaba, iba a tranquilizarse un poco: comprendería que no estaba sola, que otro
náufrago — recién salvado — se
precipitaba en su ayuda. Creo que no me equivoqué, porque a poco de escuchar mi
voz, súbitamente su cuerpo se aflojó, adquirió una consistencia de medusa, y
comenzó a flotar. Esto me tranquilizó. Sin embargo, no flotaba todo el tiempo.
Como sacudida por bruscos impulsos, difíciles de contener, de pronto se
sumergía otra vez, repleta de agua, y volvía a reaparecer, extenuada y
convulsa. Entonces, yo insistía con mis gritos.
La
distancia que nos separaba ya no era tan grande, pero yo estaba cansado y muchas
veces las olas, aprovechando mi extenuación, me hacían retroceder. Tenía los ojos
enrojecidos, la mandíbula inferior me dolía y respiraba con mucha dificultad. Pero
me concentré en dos brazadas largas y los metros que nos separaban los superé con
un supremo esfuerzo: cuando el agua estaba a punto de arrebatarla conseguí
sostenerle por el cuello.
—Tranquilícese
—conseguí balbucear.
Aflojó tan
súbitamente todo el peso de su cuerpo, que sentí como si un enorme globo, lleno
de gas, se precipitara sobre mí. El impacto fue tan inesperado que me impelió
otra vez al fondo, y la solté: esa nueva incursión a las entrañas del mar, con su
sucio lodo verde y los residuos calcáreos me llenó de horror y por un instante
me dejé arrastrar en la corriente, como un pez envenenado que ha perdido el
sentido de la orientación. Pero me recuperé enseguida y recordando a la
náufraga, estiré los brazos y la atrapé otra vez. Ella bufaba y lanzaba agua como
el hocico de una ballena; en realidad, parecía pesar lo mismo. Cuando conseguí
asirla por el cuello, dio patadas al aire, gruñó y yo tuve que aconsejarla.
—Tranquilícese.
No tenga miedo. Pronto habremos ganado la orilla y ya habrá pasado todo.
Decidí
remolcarla asiéndola por la nuca, pero ella se revolvía como ciertos peces cuando
han mordido el anzuelo: conducirlos hasta la costa es una tarea lenta, pesada, que
exige enorme habilidad. Igual que el hombre que ha conseguido enganchar un pez
espada, para atraerlo, debe soltar línea y dejarlo sacudirse y alejarse, yo
debía, por momentos, permitir que el agua se la llevara un poco, y aprovechar
los momentos en que su resistencia disminuía — o era menor la presión de las olas — para arrastrarla.
Entretanto,
el cielo había oscurecido por completo y algunos relámpagos brillantes lo
cortaban en dos, con trazo desigual. Yo aprovechaba esas fugaces iluminaciones
para orientarme. Cuando conseguí colocar una de mis manos bajo su axila, pensé
que iba a ser más fácil transportarla, pero una violenta sacudida de su cuerpo
volvió a separarnos, y no tuve más remedio que reconvenirla.
— ¡Un poco
de cordura, por favor! —le grité, mientras un relámpago nos iluminó con su
amarillento fulgor. Había comenzado a llover, y el agua que me golpeaba la cara,
en medio de la oscuridad, me parecía salida de un pozo. Tuve miedo de perderla,
en el forcejeo con el agua, pero de pronto me di cuenta de que ella se había aferrado
muy hábilmente a mí: sentí el ardor de dos heridas abiertas, en mis costados, allí
donde sin duda hubiera sido conveniente que yo tuviera dos asas, como las vasijas,
para que pudiera agarrarse mejor.
— ¡No
apriete tanto, señora! —le grité en medio de un borbotón de espuma que me cubrió
la boca.
Fuera como
fuera, ella había encontrado una posición bastante cómoda para deslizarse, y no
creí oportuno rectificar: debía nadar un buen trecho, todavía, para llegar a la
costa; luego me haría curar las heridas.
Nadé unos
cuantos metros, en esa posición, con ella a mis costados. Pero un golpe muy
fuerte de agua debió separarla, porque de pronto sentí que su presión aflojaba,
y cuando me volví para ayudarla a mantenerse a flote, un feroz puntapié en el
vientre me impelió lejos. Sentí que las aguas me desplazaban hacia adentro, sin
resistencia, como un barco desarbolado. Yo iba conducido, mecido por ellas, en
un sueño lleno de reflejos, de náusea y de gruñidos. Estaba tan agotado, que no
tuve deseos de oponerme a esa corriente.
Cuando
conseguí abrir los ojos y volver a flotar, en la penumbra alcancé a divisar a
la náufraga. Ahora se deslizaba sobre un madero. Había conseguido asirlo con ambas
manos y navegaba en la corriente, esta vez en dirección correcta, hacia la costa.
De vez en cuando, sin embargo, lanzaba gritos de terror, como si tuviera miedo de
soltarse o de no llegar. En cambio, a mí, las olas me empujaban hacia adentro, aprovechando
mi languidez. Tenía los ojos turbios y las piernas, heladas, ya no me respondían.
Pero era un hombre salvado, de modo que le grité:
— ¡No se
suelte! ¡Déjese llevar!
Estaba a
punto de desmayarme, pero tuve miedo de que el cansancio la venciera, de modo
que conseguí elevar la voz:
— ¡No se
duerma! ¡Pronto hará pie! ¡Conserve su valor!
Aunque las
olas me impulsaban hacia adentro, yo era un hombre salvado y los sobrevivientes
suelen ser generosos, por lo menos, durante un rato. Esa pobre mujer podía
ahogarse, de modo que gasté mis últimas energías en proporcionarle apoyo moral
para llegar a la costa. El cielo había aclarado, con la misma rapidez con que oscureció,
y aunque yo tenía los ojos entrecerrados, pude ver la oscura figura de la mujercita,
a caballo del madero, muy próxima a la orilla. Seguramente mi voz ya no alcanzaba,
para decirle que podía soltar ya su salvavidas y ganar la costa a pie. Pero era
posible que se diera cuenta por sí sola; en cuanto a mí, no había ningún
peligro: aunque las olas me conducían hasta el fondo y sentía los pulmones
llenos de agua, nada podía ocurrirme: era un hombre salvado, al que ya nada más
puede sucederle.
Cosmoagonías, 1988
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