Domingo-Guadalupe Nettel
Despertó sin las náuseas, con la sensación
descansada de quien ha dormido profundamente, pero casi de inmediato, al mirar
el cuerpo de la mujer, salió de la cama alarmado. Ella estaba de espaldas, con
la cara escondida bajo la almohada, el torso descubierto y las piernas bajo la
sábana. Lo único que sabía de ella era que nunca en su vida la había visto.
Debió de haber permanecido en el cuarto menos de cinco minutos. Una vez en el
pasillo, las preguntas y las recriminaciones se le echaron encima como una
carga de gatos enfurecidos. Se preguntó dónde diablos, cómo, cuándo, y se dio
cuenta de que no podía responderse.
Con pasos aún entumidos
por el sueño, atravesó el pasillo, recogió el periódico que lo esperaba debajo
de la puerta, leyó la fecha, domingo 2 de noviembre de 1997, el encabezado,
«Segunda semana de incertidumbre en Wall Street», y lo dejó sobre la mesa de la
cocina sin abrirlo siquiera. Lo mejor que podía hacer ahora era mantener la
calma, por lo menos guardar la compostura; preparar un café severamente
cargado; tomar algunas piezas de ese pan un poco duro que sobraba en la canasta
y recordar con angustia el recorrido de sus últimas acciones, las últimas
llamadas por teléfono, el almuerzo en casa de sus padres. No había huecos, el
día anterior era un hilo continuo, sin nudos inexplicables, una línea anodina
donde no tenía cabida ni su desconcierto ni el par de senos vislumbrados con la
poca luz que atravesaba sus cortinas.
Quizá lo más natural
hubiera sido despertarla, disculparse, explicar su reacción, sugerir incluso
que lo ayudara a reconstruir el encuentro. Pero no se atrevió. Sin terminar la
banderilla que había puesto sobre el plato, encendió un cigarro y siguió dando
sorbos al café, amargo como un pequeño castigo. La sinceridad en ese momento
hubiera rayado en el insulto, un discurso como aquel tendría regusto a mentira,
a cinismo, sobre todo no a lo que espera una mujer que despierta en una cama
ajena. Hacer eso hubiera sido cancelar para siempre aquella desgracia o
festejo, no podía decirlo, que de pronto tenía en su casa. Se dijo que las
cosas siempre tienen un orden y que quizá era posible recuperarlo, restablecer
una red de citas y llamadas por teléfono que ahora no tenía en mente, pero que tarde
o temprano iba a recordar con imágenes y deducciones. Aunque, ¿cómo saberlo sin
hablar antes con ella? ¿Quién le aseguraba que no era la mujer de un amigo, que
no los había presentado el dinero en alguna esquina o en alguno de esos bares
que no solía frecuentar?
Por un instante volvió a
ver los codos puntiagudos, los brazos finos alrededor de la almohada. El
recuerdo de su cuerpo le parecía ya distante, como si en vez de haberla dejado
en el cuarto hacía una hora la hubiera visto años atrás. De algún modo la mujer
le era conocida y esa familiaridad inesperada le daba miedo. Las náuseas volvieron.
Llevaba semanas incubando un malestar del que no quería saber nada y en el que
se negaba a creer, como si la realidad mostrara de repente un aspecto ficticio,
una falsa cara o como si él hubiera dejado de pertenecerle. Por la ventana de
la cocina, miró la mañana. Un gato caminaba sobre la barda de enfrente. El
edificio, comenzado hacía más de cinco años, seguía en construcción. La escena
aumentó su sensación de asco. Sin saber cuándo exactamente había empezado a
añorar un lugar distinto, con otro cielo, otros árboles, otra barda y otro
gato. Esa impresión de desfase lo perseguía incluso en el trabajo. Y ahora la
mujer. Tuvo ganas de volver al cuarto y echarla a patadas, qué atrevimiento,
amanecer en su cama, qué falta de respeto. Muy pronto comprendió que no podía.
No tenía la fuerza para golpear a nadie, al contrario, se sentía totalmente
desarmado, indefenso, enfermo, a merced de cualquiera. Entonces comenzó a tener
la sospecha de que ella no dormía. Ahora mismo debía aguardar en el cuarto,
saboreando su desconcierto. Sin hacer ruido habría entrado a su casa como un
ladrón y esperado toda la noche para sorprenderlo. ¿Actuaba sola o había sido
enviada por sus compañeros de oficina? Los imaginó borrachos, en el salón de
baile, al final de esa fiesta de disfraces a la que se había negado a asistir.
Se levantó de la mesa. No había otra respuesta, eran ellos.
Debía de haber algún
rastro en la sala, una bolsa, algún saco, un disfraz, un estuche de llaves en
la mesita de centro. Tomás se puso a buscar por todas partes, sin resultado.
Vencido por el malestar, se dejó caer sobre el sillón. De algún lugar cercano,
quizá un apartamento vecino, le llegó el eco de un charlestón, casi podía escucharlo.
Cerró los ojos, se imaginó bailando. La mujer que había visto en su cama seguía
el ritmo perfectamente, como si en vez de acatarlo, dictara el compás a los
instrumentos.
Incapaz de hacer otra
cosa, decidió volver a la cocina y esperarla en la mesa, atrincherado en ese
falso desayuno. Cuando despertara, ella sabría qué hacer, de todos modos era la
única que conocía la situación y sus antecedentes. Decidió que si no se
marchaba pronto —ojalá lo hiciera— le ofrecería un plato de cereal, seguramente
menos rancio que el pan de dulce. Iba a llamarla «tú» hasta donde fuera posible,
quizá emplearía apelativos cariñosos para ocultar la absoluta ignorancia de su
nombre.
¿Por qué tardaba tanto?
Eran casi las once y la luz entraba franca por los ventanales de la sala.
Aunque lo intentó, no pudo explicar su tardanza sin algún dejo de tragedia o de
culpa. Había sido absurdo levantarse de esa manera tan brusca, sin asegurarse
primero de que ella estaba bien y dormía sin problemas. De todas formas era
innegable que habían pasado la noche juntos, ¿por qué no había aprovechado la intimidad
matutina para saber si era necesario preocuparse? De algún lugar igual de cierto
y de ficticio que los pechos, que el cabello negro sobre la espalda, le llegó
un sentimiento agrio de compasión por la mujer que en cualquier estado de ánimo
o de salud —todo era posible ahora— se pondría la ropa sola para irse a su casa
bajo aquel domingo hostil y caluroso. Se preguntó si al menos habían pasado un
buen rato y trató de averiguarlo olfateando los rastros de la noche sobre la
yema de sus dedos, pero en vez de un olor a piel distinguió el tufo a humedad
con el que comenzaban las náuseas, pero esta vez el olor le resultó agradable
porque junto a él venía el recuerdo de aquel lugar donde habían bailado.
¿Debía sumar esa mañana
a las aventuras simples y poco memorables o a los verdaderos arrebatos de
apasionamiento? El encuentro, si realmente había tenido lugar, era diferente.
Veía algo trágico en él, algo inevitable.
Decidió volver a la
recámara.
Una vez frente a la
puerta, recordó que estaba desnudo. Por primera vez en varios días, una sonrisa
pequeña se dio con rapidez sobre sus labios.
En el cuarto la noche era total. En la cama no había más que un insoportable tufo a humedad. Más allá de las náuseas, el olor lo invadió como una marca, como unos brazos delgados y voluptuosos que lo hubieran esperado toda la vida, con paciencia, para no apresurarlo, y ahora lo acogieran despacio, amorosamente, conduciéndolo a ese lugar no tan lejano como él había creído siempre, sino increíblemente cerca como cualquier domingo.
Día de muertos, Antología del cuento mexicano, 2001
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