Desde una ventana y otros cuentos de Nellie Campobello
Desde una ventana
Una ventana de dos metros de
altura en una esquina. Dos niñas viendo abajo un grupo de diez hombres con las armas
preparadas apuntando a un joven sin rasurar y mugroso, que arrodillado suplicaba
desesperado, terriblemente enfermo se retorcía de terror, alargaba las manos
hacia los soldados, se moría de miedo. El oficial, junto a ellos, va dando las
señales con la espada; cuando la elevó como para picar el cielo, salieron de
las treintas diez fogonazos que se
incrustaron en su cuerpo hinchado de alcohol y cobardía. Un salto terrible al
recibir los balazos, luego cayó manándole sangre por muchos agujeros. Sus manos
se le quedaron pegadas en la boca. Allí estuvo tirado tres días; se lo llevaron
una tarde, quien sabe quién.
Como estuvo
tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo,
caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo allí, junto a mí.
Me parecía mío aquel muerto. Había momentos que, temerosa de que se lo hubieran
llevado, me levantaba corriendo y me trepaba en la ventana; era mi obsesión en
las noches, me gustaba verlo porque me parecía que tenía mucho miedo.
Un día,
después de comer, me fui corriendo para contemplarlo desde la ventana; ya no estaba.
El muerto tímido había sido robado por alguien, la tierra se quedó dibujada y
sola. Me dormí aquel día soñando en que fusilarían otro y deseando que fuera
junto a mi casa.
Las cinco de la tarde
Los mataron rápido, así como
son las cosas desagradables que no deben saberse.
Los
hermanos Portillo, jóvenes revolucionarios, ¿por qué los mataban? El camposantero
dijo: «Luis Herrera traía los ojos colorados colorados, parecía que lloraba sangre».
Juanito Amparán no se olvida de ellos. «Parecía que lloraba sangre».
A los muchachos Portillo los llevó al panteón Luis Herrera, una tarde tranquila, borrada en la historia de la revolución; eran las cinco.
Zafiro y Zequiel
Dos mayos amigos míos, indios
de San Pablo de Balleza. No hablaban español y se hacían entender a señas. Eran
blancos, con ojos azules, el pelo largo, grandes zapatones que daban la
impresión de pesarles diez kilos. Todos los días pasaban frente a la casa, y yo
los asustaba echándoles chorros de agua con una jeringa de ésas con que se cura
a los caballos. Me daba risa ver cómo se les hacía el pelo cuando corrían. Los
zapatos me parecían dos casas arrastradas torpemente.
Una mañana
fría fría, me dicen al salir de mi casa: «Oye, ya fusilaron a Zequiel y su
hermano; allá están tirados afuera del camposanto, ya no hay nadie en el
cuartel».
No me salió
el corazón, ni me asusté, ni me dio curiosidad; por eso corrí.
Los encontré uno al lado del
otro. Zequiel boca abajo y su hermano mirando al cielo. Tenían los ojos
abiertos, muy azules, empañados, parecía como si hubieran llorado. No les pude
preguntar nada, les conté los balazos, volteé la cabeza de Zequiel, le limpié
la tierra del lado derecho de su cara, me conmoví un poquito y me dije dentro
de mi corazón tres y muchas veces: «Pobrecitos, pobrecitos». La sangre se había
helado, la junté y se la metí en la bolsa de su saco azul de borlón. Eran como
cristalitos rojos que ya no se volverían hilos calientes de sangre.
Les vi los
zapatos, estaban polvosos; ya no me parecían casas; hoy eran unos cueros negros
que no me podían decir nada de mis amigos.
Quebré la
jeringa.
Epifanio
El pelotón sabía que era un
reo peligroso. Espiaba todos sus movimientos; vestía un traje verde y sombrero
charro. En frente de él había un grupo como de veinte o treinta individuos,
tipos raros, unos mucho muy jóvenes y otros de barba blanca. Era un hombre
delgado, moreno, muy inquieto.
Un
fusilamiento raro.
Maclovio
Herrera, con su Estado Mayor, después de discutir mucho, dijo al pueblo que
Epifanio tenía que morir porque era un traidor, porque engañaba a las gentes
quitándoles sus hijos a sus padres, en contra de Villa o Carranza; gritó mucho
en contra del reo, que ya en el paredón del camposanto, frente al pelotón, se
levantó el sombrero, se puso recto, dijo que él moría por una causa que no era
la revolución, que él era amigo del obrero. Algo dijo en palabras raras que
nadie recuerda. De la primera descarga sólo recibió un tiro en una costilla, se
abrazó fuerte y, recostándose sobre la pared, decía: «Acábenme de matar,
desgraciados». Otra descarga y cayó apretándose el sombrero tan recio que fue
imposible quitárselo para darle el tiro de gracia; se lo dieron por encima del
sombrero, deshaciéndole un ojo.
Las gentes
se retiraron para sus casas; los compañeros de Epifanio llevaban en la mano
todos los objetos que el fusilado les había regalado.
Dijo que él
era amigo del obrero.
👿
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