El Albedrío de la Anestesia - Jesús Guillén-Luna

 

—Y a esto llegó el mundo, Cedric, a comprar emociones para sentirnos más humanos… ¿qué carajo significa eso? —dice Omar, mientras su mirada se hunde en los empaques metálicos de la máquina dispensadora—. Nacemos emocionalmente anestesiados para controlarnos y obligarnos a comprar sentimientos como si fuesen golosinas.

—Sí, a esto llegamos… y aquí estamos, ¿no es así? —responde Cedric, que enciende un cigarrillo de neón con su mechero láser—. Si tanto te molesta, ¿por qué demonios nos detuvimos en una despachadora de emociones? —la monotonía en sus voces es tan contundente que pareciera que no hay emoción alguna en sus palabras.

—Sabes que yo no tomo estas mierdas —Omar toma un par de monedas y las inserta en la máquina. Selecciona los botones R, 12 y 21. Los resortes de la dispensadora giran en sentido a las manecillas del reloj y arrojan dos empaques metálicos—, pero son estúpidamente útiles para cosas como las que vamos a hacer.

Omar levanta los empaques y los coloca justo frente al rostro de su amigo, como si los estuviese presumiendo o haciendo hincapié en lo que trata de decir con su discurso. Cedric entiende el gesto y sólo se limita a esbozar una sonrisa burlona y exhalar humo color azul eléctrico por la nariz, impulsado por el gemido de una carcajada contenida.

—El morado es para el miedo, el rojo es para el enojo

—recalca Omar, y sacude los empaques que denotan con el ruido el contenido de su interior.

—Ya sé para qué sirven, no tienes por qué decírmelo. Sé para qué quieres las pastillas de enojo, pero no esperaba que compraras las del miedo. ¿Para qué las quieres?

—Punk-D me enseñó un truco para usarlas, pero no en mí.

—¿Qué tienes en mente, perro?

—Ya lo verás, no quiero estropear la sorpresa. ¿No quieres alguna pastillita para entrar en calor? Yo invito. Mira, además de enojo y miedo… vamos a ver… hay celos, angustia, preocupación…

—No. Ahora no quiero nada.

—Sí, tienes razón, estas pastillas están muy suaves. Tal vez en La Meca encontremos algo. Por cierto, ¿qué hora es?

Cedric abre la palma de su mano izquierda y despliega un holograma sobre su piel que muestra diferentes comandos, en el centro muestra la hora exacta. Omar y Él se dan cuenta de que es casi medianoche y apresuran el paso hacia su pequeña nave deslizadora. Al tiempo que se alejan de la dispensadora de emociones, Cedric acciona un comando en el holograma de su mano para hacer que la nave se acerque a ellos.

—Recuérdame lo que te dijo Punk-D sobre esta chica.

—No me dio detalles de su físico, sólo que la encontraremos en el callejón Asimov, ella mueve pastillas de euforia ahí, es la única mujer que lo hace. Pero debemos estar ahí antes de la medianoche, a esa hora se va.

—¿Qué nos impide ir mañana más temprano y hacer esto con más calma?

—La acabamos de descubrir. Los rumores son rápidos en el bajo mundo, lo sabes. Punk-D quiere que lo hagamos esta noche, así que, más nos vale volver con la misión cumplida… o no volver.

La nave emprende su viaje a través de calles laberínticas enmarcadas por improbables rascacielos delineados por luces de led, espectaculares antigravedad y anuncios neón; les es imposible que sus pupilas no se dilaten ante el sofocante ataque publicitario, coquetean peligrosamente con las fronteras de la catatonia, que ponen a prueba su resistencia.

El eje en diagonal del boulevard Bradbury se extiende sobre el gran plano de la metrópoli dividiéndola en dos; hacia el último tramo, de sureste a noroeste, se encuentra el callejón Asimov, conocido en los bajos mundos como «La Meca de la infamia». La nave de Omar y Cedric se acerca al lugar con la velocidad mínima permitida para no llamar la atención de nadie.

—Y, ¿cómo vas con eso de tu rompimiento con Tabatha? —pregunta Omar con el afán de romper el incómodo silencio y hacer más llevadero lo que resta del camino.

—No lo sé… duele.

—No sé muy bien qué decirte en estos casos, la verdad nunca me he involucrado con nadie así, tampoco la conozco a ella, ni siquiera sé cómo es, entonces…

—No, me refiero a que, literalmente, duele.

—¿Qué dices?

—Estoy siguiendo tu consejo, perro, no tomarme ninguna pastilla de emociones, eso fue lo que dijiste, para que todo esto sea más soportable, ¿recuerdas?

—Es cierto, lo olvidaba.

—«Es cierto, es cierto», pero olvidaste decirme que, si no tengo una jodida pastilla de emociones en mi organismo por largos periodos de tiempo, empezaría a sentir dolores horribles por todo el cuerpo.

—No puedes decirme que no sabías de eso, Cedric, todos lo saben.

—¿Si lo hubiese sabido te estaría reclamando?

—Touché. Bueno, cada persona experimenta diferentes intensidades de dolor en diferentes partes del cuerpo. ¿Qué es lo que sientes tú?

—Yo… de repente siento como si mi esqueleto se enfriara al extremo, y cuando se congela, mis huesos crujen y se fracturan poco a poco... a veces, se siente como si llegara un punto en que el frío es tan intenso que mi esqueleto explota, y desde dentro, perfora mis músculos, mis órganos…bueno, ¡todo! Es insoportable, en verdad insoportable… y cada noche es peor.

—Y ese es de los dolores más ligeros que puedes llegar a sentir. Hay peores, mucho peores. Te lo digo yo. Comparado con lo que me pasa a mí, lo tuyo suena mucho más cómodo.

—No entiendo cómo puedes vivir así.

—Para ser honesto contigo, cuando recuerdo que cada sentimiento que puedo llegar a tener es artificial, que jamás lo sentiré de manera genuina… bueno, cualquier dolor es más soportable que lidiar con esa idea.

La nave ejecuta sus maniobras de aterrizaje una calle antes de llegar al destino y se coloca a un metro del suelo, impulsada por el sistema de gravedad cero. Con ayuda de la misma fuerza, Cedric y Omar bajan delicadamente de ella y continuan a pie.

—Me escribió anoche —continúa Cedric al tiempo que ambos caminan hacia el callejón. A sus espaldas, la nave aterriza y aparca de forma automática.

—¿Tabatha?

—Sep. Todavía no abro su mensaje.

—¿Lo abrirás?

—No lo sé. La verdad es que no me animo. No te lo había dicho, pero esa especie de frío que siento en mis huesos ocurre cada que me enfoco mucho en pensar en ella.

—No te sugestiones, hermano. Nada de lo que sientes está relacionado con ella, incluso si te tomaras una pastilla azul, no sería genuino. Nada en este jodido mundo lo es. Tan sólo piénsalo por un segundo, ¿realmente te enamoraste de ella o las pastillas te dieron esa ilusión?

Antes de que Cedric pueda responder o siquiera pensar en una respuesta profunda, un embriagante popurrí de aromas a petricor, tabaco y escape de auto alerta al par de amigos y los vuelve conscientes de que han llegado a La Meca de la infamia.

—Abre bien los ojos, hermano, podría aparecer en cualquier momento.

El par de amigos se abre paso a través de la muchedumbre que atiborra el callejón Asimov, observan el vaivén del mercado negro que se mueve con hipnótica sincronía ante sus pupilas dilatadas, esperan la señal que delate a la chica que supone su oscuro objetivo. Sobre las aceras de ambos lados, se pueden ver a varios sujetos de pie completamente inmóviles, son traficantes ilegales de pastillas de emociones; susurran su mercancía cuando alguien pasa frente a ellos.

—Histeria.

—Pánico.

—Envidia.

A medida que Cedric y Omar se adentran en el callejón, la cantidad de gente disminuye, lo que les facilita caminar; pero también, aumenta la tensión, y el ambiente se electrifica con las penetrantes miradas de los desaliñados individuos que observan al par de amigos pasar, examinan cada detalle de sus ropas, sus rasgos físicos o los tatuajes fosforescentes en sus brazos y partes del rostro. Se han convertido en un par de forasteros en una tierra extraña.

—Nos estamos adentrando mucho, Omar.

—Alegría.

—Impaciencia.

—Lo sé, lo sé, tranquilo, aún estamos en buena zona.

—Nostalgia.

—Horror.

Hacia el final del callejón, Cedric y Omar se encuentran de frente con el rostro más crudo y aterrador de la dependencia a las pastillas de emociones: el de la adicción descontrolada. Al menos una decena de chicos deambulan sin sentido, con la mirada perdida, entregados por completo a la emoción de lo que sea que hayan tomado. Algunos bailan sin parar con una sonrisa en el rostro, que se antoja artificial; otros yacen en el suelo con un llanto incontrolable, presas de una infinita tristeza que los consume sin consuelo.

Caminando entre ellos, casi como si no les importase aquella deplorable escena, algunos dealers de pastillas aún hacen su labor, hablan, con mucho más descaro, de las pastillas que se esconden en sus bolsillos; y desde las sombras, se siente la mirada de aquellos que aún vigilan sus pasos.

—Creo que estamos tocando fondo, Omar.

—Tienes razón, pero esa chica tiene que estar por aquí.

—¡Furia!

—¡Desesperación!

—Faltan dos minutos para media noche.

—Carajo —exhala Omar en un susurro.

—¡Tristeza!

—¿Qué carajo se suponía que vendía esa chica?

—No se supone, es un hecho, ella vende…

—¡Euforia! —la voz aguda y nasal de una chica viaja desde la esquina contraria de donde ellos se encuentran hasta sus oídos. Ellos voltean de inmediato en busca de la fuente.

—¡Eso! Ella vende euforia ¿Puedes verla?

—No, ¿tú?

—Creo que…

—¡Euforia! La última de la noche, señores.

—¡Ahí! En la esquina —Omar señala con el dedo—. La chica bajita pelirroja, la de anteojos tornasol-neón.

—¡Vamos por ella!

Disimulado, Omar se anticipa a su amigo y se acerca a la chica. Cuando está lo suficientemente cerca de ella, lleva ambas manos a los bolsillos de su chaleco, agacha la mirada y susurra «Euforia», lo cual, es señal de que está interesado en lo que ella vende. Ella lo ha escuchado y, al igual que él, comienza a disimular. La chica voltea la mirada hacia otro lado y responde entre dientes:

—Te cuesta veinte de los grandes, galán… por pastilla.

—Es mucho dinero por pastilla.

—Es lo que vale. No vas a encontrar Euforia en toda La Meca, eso te lo puedo jurar, no al menos con esta calidad.

—No creo tener tanto, pero… ¿qué puedes darme con esto? —Omar toma un objeto de su bolsillo y, con la misma discreción, lo coloca a media altura para que la chica pueda verla.

—Mira, si no tienes los veinte grandes, entonces no estorbes, porque… —la chica agacha la mirada, no se había dado cuenta del electro-revólver que Omar empuña—. Carajo —exclama—, vale, vale, creo que tenemos un negocio aquí, ¿qué tal si lo hablamos en mi oficina?

—¡Claro! Te sigo.

Omar coloca el electro-revólver en la cintura de la chica y hace un ademán, le pide que camine frente a él hacia una esquina más oscura del callejón. Cedric los sigue de cerca echando un vistazo constante a los alrededores, se mantiene alerta por si las cosas se salen de control, sin prestar mucha atención a lo que haga Omar para no descuidar sus espaldas.

—Ok —dice la chica, una vez que se encuentran alejados del bullicio—, primero que nada, quiero decirte que no me he tomado ninguna pastilla, así que, literalmente, tu arma no me asusta; pero tampoco soy estúpida como para no creer que eres capaz de disparar, así que hagamos esto limpio y rápido, que quiero ir a casa, tengo hambre. En mi bolsillo derecho tengo las ganancias del día, en el izquierdo, la mercancía. Toma lo que quieras, no pondré resistencia, ni siquiera voy a decir quién lo hizo, si me lo preguntan, diré que llevabas una máscara holográfica encima.

—No me interesa lo que tengas en los bolsillos, me interesa lo que tienes en la mente.

—Ok, esto ya se puso raro —responde ella con tono burlón.

—Se dice que conoces muchas historias sobre esta ciudad, digamos que más de las que deberías. Más allá de los chismes y las leyendas urbanas, tú sabes cosas pesadas… cosas importantes.

—Tal vez.

—Esas historias… ¿Tienen precio?

—Tal vez, todo depende de lo que quieras saber, aunque te advierto que no hay devoluciones y no todos están dispuestos a pagar el precio. Si se te hizo caro veinte grandes por una pastilla…

—Por el dinero no te preocupes.

—Bueno, pues entonces, dime, ¿qué cuento quieres que mami te cuente antes de dormir?

—Quiero oír el de El hombre que puede sentir.

—¿De qué me hablas?

—Se dice que hay una excepción a la regla, una persona que tiene emociones genuinas, que es capaz de sentir, que no necesita pastillas para tener sentimientos.

—Eso es imposible… por no decir ridículo.

—Eso digo yo, pero mi jefe escuchó todo lo contrario.

—Además, ¿por qué alguien como tú quiere saber eso?

—A mí me da igual, pero a mi jefe no. ¿Sabes? Hay muchos intereses de negocios tras esto. ¿Te imaginas que el mundo supiera que alguien puede tener libre albedrío ante la Anestesia? ¿Cuánto dinero crees que hay en riesgo aquí?

—Puedo imaginarlo, aun así, no entiendo cómo es que piensas que yo puedo conocer a este sujeto.

—Según nuestras benévolas fuentes, ese hombre está aquí, en esta misma ciudad, y tú no sólo sabes cómo llegar a él, sino que, incluso, lo conoces.

—Yo… no, lo siento, galán, pero sí te dieron la información mal. No voy a negar que sé más cosas de las que debería, pero eso de lo que tú hablas es algo que en verdad desconozco; si yo supiera algo así, créeme, el precio sería incalculable.

—Ya veo —Omar baja su electro-revólver y lo guarda de nuevo en su bolsillo. Toma otro objeto más pequeño entre sus dedos y comienza a jugar con él—. Entiendo tu punto, de hecho, creo que, en tu posición, yo pensaría igual. ¿Sabes? —Omar avanza y acorrala discretamente a la chica contra la pared—. Es bueno saber que no te has tomado ninguna pastilla, de verdad que lo es, porque en un momento como este podría ser contraproducente. Hoy traje dulces para todos.

Omar extiende la palma de su mano a la altura de su boca para mostrar un polvo que irradia una tenue luz morada.

Confundida, la chica pierde su mirada en el polvo, baja la guardia por un segundo que Omar aprovecha para soplar con fuerza y arrojar todo el polvo en el rostro de su víctima. Para ella es imposible no inhalarlo.

Él sabe que el efecto de una pastilla de emociones inhalada es mucho más rápido que si se hubiese tomado. En cuestión de segundos, la chica cae presa de un ataque de miedo que la hace caer violentamente al suelo, ella jadea y suda como si acabase de correr por kilómetros. Antes de que la chica sucumba al miedo por completo, Omar se arrodilla frente a ella y, ante su mirada atónita, toma una de las pastillas de enojo y la come. Observa sin parpadear a la aterrada chica, espera a que la pastilla haga su efecto, cuando por fin logra enfurecerse.

—¡Mírame! Mírame y no parpadees. Sé que ahora sientes un miedo terrible, un miedo que te carcome las entrañas y te está desquiciando segundo a segundo, y va a seguir empeorando… y lo sé… lo sé porque sea lo que sea que esa pastilla esté proyectando en tu cabeza, no se compara con los horrores que soy capaz de hacer para obtener lo que quiero. ¿Sabes cómo puedes evitarlo?... dime lo que quiero saber.

S-sí…—responde la chica, quien apenas y puede hilar palabra alguna. Sus manos lucen entumecidas y tiemblan sin control—. Yo…yo… sé…sí…e-e-es…es verdad… ha…nacido u-un hombre…capaz… de… de tener… emociones…

—¿Lo conoces? —ella no da una respuesta hablada porque no puede hacerlo, pero responde asintiendo con la cabeza con movimientos erráticos—. ¿Dónde lo encuentro?

La chica no puede responder. Su cabeza y extremidades se mueven como si estuviesen impulsados con una carga eléctrica constante. Su mirada intenta concentrarse en el rostro de Omar, pero con el rabillo del ojo, puede ver la silueta de alguien dibujándose sobre el hombro de su agresor, y con cada paso que lo acerca a ella, más y más detalles de su apariencia se dibujan sobre la oscura sombra. Cuando está lo bastante cerca como para poder distinguir un rostro completo, la voz de la chica se desgarra por culpa de un estruendoso grito de horror tan agudo, que lastima el oído de Omar.

—¡¿Pero qué cara…?! ¡Cedric! ¿Por qué demonios te acercaste, maldita sea!

—Estás llamando demasiado la atención —responde Cedric con la misma voz monótona, sin inmutarse por la tez sonrojada y el gesto colérico de su amigo—. Algunos dealers están volteando para acá y podrías meternos en probl… un momento… ella…

—¡Ella estaba a punto de hablar, estúpido! —Omar despliega un holograma similar al de Cedric en su mano izquierda. Activa un comando que emite una luz estroboscópica que apunta directo al rostro de la chica, que le provoca un desmayo instantáneo—. ¡Y acabas de arruinarlo! ¡Vámonos de aquí, ya!

Omar ahora es una especie de marioneta de la ira, e impulsado por ese sentimiento, corre en dirección hacia los dealers que intentan detenerlo y les dispara con su electro-revólver, dejando tras de sí una estela de muerte y sangre que Cedric sigue y acentúa al rematar a aquellos que intentan atacar por la espalda a su amigo.

La dupla logra salir del callejón sin que nadie pudiese siquiera frenar su paso, y apenas salen de él, la nave ya se encuentra lista para ser abordada y despegar, pues Cedric activó los comandos tan pronto notó en lo que desembocaría su misión. Al abordar, Omar toma una pastilla blanca, la pastilla de la paz, capaz de cortar de tajo los efectos provocados por cualquier otra pastilla de emociones sin importar su intensidad. Apenas Omar se siente más tranquilo para poder hablar con Cedric sin sentir el impulso ciego de querer asesinarlo, comienza a explicar lo ocurrido, regresa a aquella voz empapada de insensibilidad.

—Le había dado una pastilla de miedo. La pastilla de miedo que pasé a comprar. Estaba cayendo en sus efectos, y justo en el clímax fue que te vio. No sé si fue el ambiente, tu forma, la circunstancias, pudo haber sido todo en conjunto… sea lo que haya sido, le provocó un ataque de pánico. Ya no iba a reaccionar.

—Lamento haberlo arruinado.

—No lo sabías, no podías saberlo, ni siquiera yo pensé que esto pasaría. Esas mierdas son más efectivas de lo que creí.

—Me doy cuenta. ¿Qué pasará con ella? ¿Qué haremos nosotros ahora?

—Volveremos con Punk-D y le diremos que ella misma se metió una pastilla de pánico, no lo sé, cualquier cosa que no sea lo que en verdad ocurrió, de lo contrario, nos costará la cabeza… figurativa y literalmente, así que más nos vale que no se le haya ocurrido tomar una mala pastilla esta noche. Con respecto a ella…no sé. Es obvio que sabe demasiado y no seremos los últimos en buscarla. Tal vez pronto esté muerta, o huya de la ciudad… invariablemente, no se ve un buen futuro para ella.

—Ya veo.

—Por cierto… me dio la impresión, cuando la viste, que la conocías.

—Eso creí.

—Cedric, dime la verdad, amigo, ¿la conoces?

—No. La confundí. Para ser franco se parece demasiado a Tabatha. El mismo color de ojos, los mismos anteojos, incluso la forma de sus labios y lo delgado de sus dedos. Era muy parecida y por un segundo creí que era ella. Pero no es así.

—¿Estás seguro?

—Estuve con ella el tiempo suficiente como para saber si era dealer de pastillas o no, incluso si lo hubiese tratado de ocultar, ese tipo de mentiras rara vez duran tanto tiempo sin ser descubiertas.

—Tienes razón.

—Olvídalo. Sigo pensando en ella. La veo en todas partes. Es normal. Esta mañana creí haberla visto en una cafetería, pero era sólo la señora que hacía el aseo. Estoy en esa etapa del rompimiento en donde la mente me juega bromas, en donde quiero y no verla en cada lugar al que voy. Es pensarla todo el tiempo sin sentir nada.

—Sí, lo imagino, pero tampoco es bueno, amigo —del bolsillo, Omar toma una pastilla azul de tristeza que coloca en la mano de Cedric—. A veces es bueno llorar un poco nuestras pérdidas, y creo que tienes el derecho de hacerlo. Deja de escuchar mis consejos estúpidos, haz lo que tengas que hacer para borrar su recuerdo.


El rostro de Cedric está cubierto por las lágrimas. Ahogado en su profunda tristeza, ha decidido abrir el último mensaje que Tabatha le escribió, y el sentimiento ha hecho un nudo en su garganta que sólo ha conseguido desatar con el llanto.

El recuerdo de ella en su mente es tan lúcido y latente que aumenta su dolor a niveles insoportables, pero aun con ello, no le responderá ese mensaje, no le llamará ni ahora ni cuando despierte por la mañana, Cedric callará su sentimiento, guardará para sí mismo este momento y no dirá nada a nadie, así como ha callado el hecho de que la chica del callejón era en realidad Tabatha y tuvo que mentirle a su amigo para salvarla, así como callará que la píldora azul que Omar le dio para sentir algo de tristeza yace al fondo del bote de basura.



Liminales, antología de cuento fantástico, terror y ciencia ficción.

(Casa Futura Ediciones,2021)





Jesús Guillén-Luna (Estado de México, 1991). Guionista de cine y TV en la Escuela Mexicana de Escritores. Sus textos se han publicado en diversas editoriales. Su relato El error de Dios ganó el certamen La Era de las Máquinas, en España. Su novela ReveR fue finalista del II Concurso Internacional de Narrativa, en Argentina.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

18 cuentos yucatecos para celebrar el Día del Cuento

Nada de carne sobre nosotras-Mariana Enriquez

Cuarto de servicio-Mario Galván Reyes