Cascada - Ricardo Guerra de la Peña
Mamá nos llevó a pasar unos días
a la Torre de Acapulco durante las vacaciones de verano del 97. Papá no nos
acompañó por una supuesta entrevista de trabajo. Desde el balcón del
departamento, que nos solía prestar mi abuelo, se alcanzaba a ver hasta qué parte
la playa se convertía en selva. Desde ahí fantaseaba con lo impresionados que
estarían mis maestras y compañeros de la primaria si pudieran ver lo que yo.
Quería que supieran que pese a llegar en un carro jodido y vivir lejos de las
zonas bonitas de la Ciudad de México, mi hermano y yo no podíamos ser los
alumnos más pobres del colegio si teníamos la mejor vista de Acapulco.
Mamá bajaba
antes del amanecer para apartar con toallas tres camastros frente a una alberca
gigantesca. Podíamos tardar hasta media hora en recorrerla cuando jugábamos al
taxi. Yo me sujetaba de un chorizo flotador que mi hermano, asumiendo el papel
de chofer, jalaba alrededor de la alberca. El viaje terminaba cuando llegábamos
a la parte más honda, en la que caía con fuerza el agua desde un trampolín de
10 metros conocido como “la cascada”, donde nuestros padres nos advertían que
era peligroso nadar. La cascada nunca dejó de intimidarme, a veces tardaba
varios días en animarme a dar el salto. En el álbum familiar se conservan fotografías
en las que aparezco tapándome la nariz, con la quijada apretada, a medio vuelo.
Durante el
desayuno, mamá nos dijo que apartando camastros encontró a los padres de Bruno
Campillo, un compañero del salón de mi hermano con el que nunca había
platicado. Me sentí invadido, la Torre de Acapulco era el único lugar donde aún
me atrevía a jugar a cosas de niños. Decidí no bajar mi Max Steel y convencí a
mi hermano de que tampoco bajara sus juguetes ni hablara de ellos.
Antes de
llegar a los camastros, Bruno nos saludó emocionado. Su piel morena combinaba
con sus pequeños pezones rosas y un ombligo perfecto que hasta la fecha no me
saco de la cabeza. Estaba confundido, sentía la misma dificultad para verlo a
los ojos que experimentaba con Paula Macías, la niña de la que estaba enamorado
desde el kínder y en quien pensaba siempre que mamá ponía en la radio las
canciones de la Nueva Amor 100.1 que la hacían llorar.
Temía que el
deseo en mi mirada fuera demasiado obvio, que Bruno me llamara marica o, peor
aún, que mi hermano me descubriera. Estaba excitado y con culpa, como cuando
actuaba sentirme enfermo, me quedaba en el departamento para salir desnudo al
balcón y fantaseaba con que todas las personas, reducidas a hormigas treinta
pisos abajo, podían verme.
Me sentí
aliviado cuando mamá nos llamó diciendo que nos tenía una sorpresa y Bruno se
despidió. Al llegar, los meseros acababan de traer dos enormes banana split.
Mientras devorábamos nuestro postre, mamá nos mostró una fotografía de papá
posando frente a la Quebrada.
—¿Desde cuándo
dejó de sonreír? —preguntó más para sí misma.
—Desde que lo
regañas por usar pijama todo el día —contestó mi hermano luchando por alcanzar
con la lengua el chocolate embarrado en la punta de su nariz.
Recuerdo haber
dormido una larga siesta en mi camastro, esperando hacer la digestión para
entrar a la alberca, cuando Bruno se acostó sobre mí completamente mojado. Mi
hermano rio y yo fingí molestarme. Forcejeé un rato con él para quitármelo de
encima hasta que sentí su pene endurecido sobre mi muslo. Me quedé congelado,
clavó su mirada en mis ojos y sonrió. Desde entonces descubrí que la sonrisa de
los muchachitos morenos tiene algo que la vagina rosita y estrecha de mi póster
de Pamela Anderson no: además de excitar, enternecen.
Mi hermano le
propuso a Bruno jugar al taxi y que él haría de chofer. Lo volteé a ver
enfurecido, le había dejado en claro que ese día no quería que jugáramos cosas
de niños. Pero contrario a lo que imaginé, cuando mi hermano platicó en qué
consistía, a Bruno le agradó la idea.
Me sujeté
junto a Bruno al chorizo flotador y mi hermano comenzó a jalarnos.
—¿A dónde
desean ir, señores?
—Llévenos a la
cascada por favor, pero que sea rápido —respondió Bruno.
—¿Viaje de
negocios?
—Así es
—respondí.
—No, es
nuestra luna de miel —corrigió Bruno.
Entré en
pánico, creí que mi hermano lo llamaría marica y trataría de defenderme, pero
contestó:
—Los felicito.
Nunca olvidarán este viaje.
—¿Ahora por
dónde estamos pasando, chofer? —dije esperando cambiar de tema mientras nos adentrábamos
a una zona más profunda.
—Australia,
señora.
Los tres
reímos. Ver nuevamente la sonrisa de Bruno me animó a decir con voz aflautada:
—¡Qué hermosos
canguros veo pasar! ¿Los alcanzas a ver?
Bruno dio una
carcajada y gritó:
—Sí, mi amor,
¡veo canguros en bikini! —mientras señalaba a un grupo de jovencitas
americanas.
Volvió a
sonreírme y me sentí protegida, así en femenino; era una mujer afortunada de
tener a un marido cariñoso. Lo que nunca tuvo mamá. Aflauté aún más la voz al
describir las calles de Tokio cuando pasamos junto a un hombre de ojos
rasgados, probablemente oaxaqueño. Grité con espanto teatral que Godzilla
estaba destruyendo un rascacielos al señalar a un mesero colgado de una palmera
bajando cocos. Bruno me tomó la mano para tranquilizarme y no la soltó mientras
admirábamos la Torre de Acapulco convertida en una enorme Torre Eiffel,
navegábamos entre cocodrilos en el Amazonas al pasar junto a un grupo de
ancianos alemanes y festejábamos ver a lo lejos nuestra escuela incendiarse.
Hasta que llegamos a la cascada.
—Servidos,
serían 10 millones de dólares.
—Gracias, aquí
tiene —Bruno me soltó la mano y simuló sacar de uno de sus bolsillos un fajo de
billetes.
Nadé hacia la
parte más honda. Volví a sentir un cosquilleo en la entrepierna cuando noté que
Bruno me seguía y mi hermano se alejaba. Continué nadando hacia donde rompía el
agua la cascada, cuidándome de los clavadistas. Sabía que detrás del chorro
estaríamos ocultos y que Bruno podría intentar algo más. Antes de que pudiera
alcanzarme, se detuvo mirando hacia el fondo. Lo esperé unos segundos, pero
como no avanzaba decidí ir a ver qué había encontrado.
—¿Ya estaba
ese azulejo el verano pasado? —me preguntó con extrañeza.
—No, qué feo
que hayan puesto ese dibujo —le dije mirando hacia donde su mano sumergida
señalaba.
—Voy a ver qué
es.
Bruno se
hundió antes de que pudiera detenerlo y demoró varios segundos en el fondo.
Estuve a punto de pedir ayuda cuando por fin salió.
—¡La pude
tocar, no es un dibujo! —dijo tratando de recuperar el aliento.
—¿Qué hacemos?
—No sé.
—Dile a ese
señor —y señalé a un gordo bañado en bronceador tumbado en un camastro como una
morsa. Dejé que Bruno saliera de la alberca solo, siempre fui muy penoso para
hablar con adultos. Creía que todos serían igual de gruñones que papá. Alcancé
a ver cómo el señor negaba con la cabeza y Bruno cada vez se notaba más
desesperado. Después de dos minutos logró que se echara a la alberca con
nosotros.
—Ahí está —le
dijo Bruno, parecía que iba a llorar.
—No hay nada,
pinche prietito.
—¡Sí hay!
—grité enfurecido por como lo había llamado.
—Les voy a
poner en su madre si esto es un jueguito, güero.
El señor llamó
a su hija, una niña rechoncha con traje rosa de una pieza, para que le pasara
sus visores. Tardó en quitarse los audífonos de su discman, parecía que se
demoraba para terminar de escuchar una canción que canturreaba. Buscó los
visores desganada y maldiciendo entre dientes, echando a un lado las latas de
cerveza y las cajetillas de cigarros. Al encontrarlos los aventó a la alberca y
volvió a ponerse los audífonos.
—Ahora que
salga te caigo a nalgadas, mocosa —dijo el señor sabiendo que ya no lo
escuchaba.
Tardó más de
un minuto ajustando la correa de los visores. Cuando descubrí que Bruno
lloraba, extrañé su sonrisa.
—Donde no haya
nada, hijos de la chingada.
Apenas
sumergió la cabeza, el señor comenzó a gritar histérico:
—¡Una ahogada!
¡Una ahogada!
Bruno y yo
nadamos hacia la orilla, un grupo de hombres se aventó a la alberca a intentar
rescatarla pero tuvieron que entrar otros más a rescatarlos a ellos porque por
el esfuerzo y la confusión comenzaron a ahogarse. Gritaban que estaba muy
pesada. Escuché a mamá llamar mi nombre. Al tiempo que salía de la alberca y me
separaba de Bruno, alcancé a ver llegar a cuatro hombres de un hotel aledaño
con trajes rojos diminutos. Fue la primera vez que me sentí atraído por un
hombre maduro. Al llegar con mamá y mi hermano, vi a lo lejos cómo aquellos
hermosos hombres sacaron del fondo a una enorme mujer azul. Después, un
silencio absoluto.
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