Las de antes - Miguel Ángel Peña Rojas.

 

 


Estoy casi costurada a estos hilos que se tejen debajo de mi cuerpo, sintiendo que cada exhalación es la última. La hamaca es mi nueva piel. Recuerdo que el año pasado saltábamos las rejas de la secundaria entre carcajadas, nos encantaba escaparnos. Y míranos ahora. Me duele la espalda de tanto sollozar, creo que son mis pulmones.

Todavía me acuerdo. Estaba calentado la comida cuando sentí que Nando me empezó a patear bien fuerte la panza. Era un dolor que no había tenido nunca. Hasta solté la tapa de cristal de la olla favorita de mamá, y ésta fue a dar contra el suelo hecha trocitos. En medio de mis lamentos sentí un líquido bien raro entre mis piernas, así como en las telenovelas, creo que “romper la fuente” le dicen. Recuerdo que ya no aguantaba el dolor, era bien feo, hasta me zumbaban los oídos.

Cuando escuchó los gritos mamá, mandó a llamar a doña Soco, la vecina de enfrente (ya sabes que es la única de la cuadra que tiene teléfono), para que nos pidiera un taxi. Por cierto, dicen las malas lenguas que el hijo de esa vecina se colgó en su patio; dizque se amarró a su mata de tamarindos, una noche de la semana pasada, y lo encontraron hasta la mañanita cuando el sol ya le quemaba la cara.

La verdad no sé qué tan cierto sea, pero cuentan que fue por culpa de Gema, ya sabes quién es, su novia. Dicen que estuvieron gritando ese día en casa de ella, supuestamente porque la descubrió en uno de esos lugares que no quiero ni nombrar, ya te imaginarás, vendiendo sus caricias. Eso es lo que dice mamá, le gusta contarle esa historia acerca de Gema a las vecinas. Gema se defiende, en el velorio de Tono ni se presentó, lo odia; ella dice que Tono la estaba engañando, que se mató porque le descubrieron sus cochinadas y luego encontró a la otra allá donde te dije.

Un montón de gente fue al lugar a chismosear el cuerpo colgado, mi mamá no me dejó ir, dice que me podía impresionar y hasta se me podía salir la criatura. Espero no estar haciéndome bolas con mi historia, pero pensé que querrías saber esto, era tu amigo desde que eran niños.

            Te contaba que el taxi tardó una eternidad en llegar. Ya estaba viendo luces de tanto dolor y el condenado no venía. Hasta sentía desmayarme, nunca lo he hecho, pero creo que así debe sentirse. En eso que el taxi llegó y nos subimos ya ni podía caminar. Sentía bien entumecidas las piernas y me fui casi colgada del cuello de mamita. Cuando el chofer me vio se puso muy molesto, con trabajo nos quiso llevar. Mamá le tuvo que pagar el doble para que aceptara. Ya sabes cómo son los taxistas, a veces te quieren cobrar hasta por encender el aire acondicionado.

            Desde que iniciamos el trayecto hacia el hospital las llantas del carro iban brincando de hueco en hueco en las calles de tierra de toda la cuadra o como le decimos nosotras, sobre la “calle mala”; sentí como cuando me envolvías en la hamaca y me sacudías para imitar el movimiento de un camión o de una lavadora. Ay, qué recuerdos. Lo malo del chicoleo del carro fue que yo me retorcía de dolor, y la panza ya la tenía tan dura que parecía que en cualquier momento iba reventar. El canijo taxista no se preocupó ni tantito en moderar los sacudones que nos daba, ni siquiera por consideración a los gritos que me rasgaban la garganta. Por suerte, eso hizo que lleguemos más rápido al hospital, seguro que ese viejo cabrón condujo así de rápido porque ya no quería oírme chillar. Y vaya que llegamos a tiempo, porque el chamaco ya se me estaba saliendo.

            Cuando estuvimos ahí mamá me ayudó a bajar del taxi y me llevó rapidísimo, casi colgada de su brazo, a urgencias para que pudieran atenderme. Ya ves, no estoy afiliada al seguro social y por eso los doctores no pueden revisarme a menos que sea una emergencia. No sé qué tanto pasó después, ya ni me acuerdo por todo el dolor que estaba sintiendo. Sólo recuerdo el camino de regreso, porque como ya no teníamos dinero, no podía quedarme más tiempo en el hospital, así que mamá y yo volvimos a la casa cuando apenas pude caminar.

            Me dieron a mi bebé envuelto en sus sábanas para que lo pudiera arrullar. Ahora que lo pienso, esa fue la primera vez que lo pude ver, ahí en el taxi de regreso. Recuerdo que mamá iba viajando en el asiento del copiloto y tampoco se había tomado la molestia de conocer a su nieto.

 Sentí un temor inmenso al tener algo tan frágil entre mis brazos, mucho más chiquito de lo que imaginaba. Era complicado abrazarlo, al principio se escabullía entre las telas y se retorcía fuera de mis brazos. Era tan pequeño que me costaba trabajo encontrarlo. Con tanto zangoloteo ya no sabía cómo atraparlo para que se dejara de mover. Mi mamá me regañaba y me decía que lo abrace bien, que no estuviera jugando con mi bebé. Entre la desesperación, le pregunté cómo debía hacerlo porque no podía por más que intentaba y ella sólo respondió que lo sujete fuerte contra mí, pero lo dijo sin apartar la vista del camino, desinteresada, no se enteró de que mi hijo era una larva.

            Al llegar a casa el asunto no cambió mucho. Mamá siguió haciendo el lavado y planchado ajeno y pocas veces me preguntaba cómo estaba, pero no se acercó una sola vez a mi hijo. Parecía un secreto que yo no quería guardar, ni la gente chismosa y tampoco tú sabían con qué estaba lidiando. El pequeño insecto era difícil de controlar.

 Yo no podía estar mucho tiempo sin dejar de verlo porque en seguida se salía de la hamaca y se perdía por toda la casa. Era muy pequeño. En una de esas veces, me puse a buscarlo bajo el sillón viejo y me encontré la cajita de metal que había perdido hace mucho tiempo, la que guardaba un par de condones y unas pastillas anticonceptivas que nos habían dado en la escuela. Solo tú y yo los habíamos guardado. Los varones andaban inflando los condones como globos en las canchas, muertos de la risa; las niñas los habían echado al bote de basura, llenas de vergüenza.  ¿Te acuerdas que casi despiden a la directora porque los padres de familia se pusieron furiosos esa vez? Pues recordé que la había escondido de mi mamá para que no me pegara por tener esas cosas, quién sabe qué tanto me hubiera hecho si lo descubría. Lo malo fue que olvidé en dónde la guardé y ya no volvieron a permitir que nos dieran más de esos.

Pasaron varios días y las cosas no mejoraron, yo pensé que mi oruga se transformaría en bebé, de la misma manera en que cualquier otra oruga se convierte en mariposa. Imaginaba que su cuerpecito crecería hasta tener un tamaño considerable y que se le desarrollarían poquito a poco los bracitos con sus manitas al igual que sus piernitas con sus piecitos. También creí que le saldría el cabello rizado como el de los príncipes y pestañas largas. Seguía esperanzada, pero él nomás no se convertía y el cansancio ya me estaba venciendo.

            Un día lo encontré debajo de un mueble, estaba bien quieto. Lo tomé entre mis manos y no se movió, se sentía muy suave, ya no se retorcía ni se encogía, lo moví un poco de lado a lado y no despertó. Traté de darle reanimación como había visto en algunas películas, le apreté con los dedos su pechito, pero no sabía dónde estaba su diminuto corazón o si acaso tenía uno. Mis intentos por resucitarlo se desvanecieron, y no tan lentamente. No sabía si tenía sentido seguir insistiendo o si la vida me había regalado otra oportunidad. Me sentí una mala madre por dejar de luchar por mi bebé, pero al final, ¿cómo iba a llevar a una oruga a su primer día de escuela?  

             Me estuvo doliendo el pecho muchos días, Chary, no creas que no. Me la pasé en mi hamaca pateando la pared, con la piel de los ojos arrugada por la humedad. Mamá se olvidó de mí por varias semanas, nunca le pude contar nada. Anda cargando con lo tuyo todavía, hermanita. Se la pasa llorando cuando está en la batea tallando la ropa. A veces la escucho en su hamaca respirar como si le costara mucho, me hago a la dormida, pero sé que te está llorando.  

No es cierto lo que dicen de ti, Chary. Casi todos cuentan la misma historia, no les creo. Entre Tono y tú no había nada. Lo sé porque si fuera verdad me lo habrías dicho. Ya lo dijo mamá, la calenturienta es Gema, ella es la que anda cobrándole a los hombres a cambio de placer. Sigo esperando tu regreso. Cuando vengas seremos las de antes.


Miguel Ángel Peña Rojas, 2020

Ilustración: Fernando Castro Pacheco, Mujer en siesta de hamaca.





Miguel Ángel Peña Rojas (Mérida, Yucatán, 1998) Estudiante de la licenciatura en Literatura Latinoamericana en la Universidad Autónoma de Yucatán y del Centro Estatal de Bellas Artes en el área de Creación Literaria; cursó el diplomado de Creación Literaria del Instituto Nacional de Bellas Artes y la Coordinación Nacional de Literatura. Forma parte del Programa Nacional de Salas de Lectura. Ha dado pláticas sobre literatura en congresos dentro y fuera de Yucatán. Sus cuentos han aparecido en las revistas Metáforas al aire y Los Demonios y los Días. Forma parte de la antología de cuento fantástico, terror y ciencia ficción Liminales (Casa Futura).


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