Las cosas hablan - María Elvira Bermúdez
Cierta noche de principios de diciembre una intensa nevada hería los campos tristes de una región de Chihuahua cercana a la carretera de Ciudad Juárez. La nieve había cubierto las ruedas y helado el motor de un automóvil en el interior del cual, tiritando de frío y preocupados, estaban Bruno Morán y su esposa María Elena.
— ¿Qué hacemos? —decía
Bruno—. ¡No podemos pasarnos aquí toda la noche!
— ¿Por qué no? —sugería
María Elena—. Es peor salir del coche y morimos de frío allá fuera. Aunque,
puede suceder algo que…
— ¡Tú siempre con esa
imaginación alebrestada! Apuesto que ya estás urdiendo algún cuento.
—No, Bruno. Pienso que
nos hemos alejado del camino y que estamos cerca de una casa. Mira, allí se ve
una luz.
Morán sonrió con
escepticismo y murmuró:
—La lucecita que ven a
lo lejos los niños de los cuentos que se pierden en el bosque… —Pero miró en la
dirección indicada. Y en efecto, en medio de una masa negruzca advirtió un
tenue resplandor. Preguntó:
— ¿Te animas a ir hasta
ahí?
— ¿Por qué no? —contestó
María Elena. Tomó un pequeño maletín, se arrebujó en sus pieles y salió
decidida del coche. Bruno a su vez se apoderó de un veliz y siguió a su esposa.
Tomados del brazo y
caminando de lado para evitar que la nieve les golpease el rostro, en pocos
minutos llegaron hasta una cerca cuya puerta batía el viento con tenacidad. La
franquearon y pronto vieron ante ellos una casa de tres pisos de un tezontle
que con el tiempo iba tornándose grisáceo. La puerta principal se abría en una
terraza cuyo techo reposaba en columnas de estilo jónico. En el último piso numerosos
torreones y tejados de lámina soportaban, no sin protestas, los embates de la
tormenta.
—Esta casa —declaró
María Elena—, parece una señora del siglo pasado, santurrona y rencorosa. Ojalá
que siquiera por el «qué dirán» no se muestre hoy inhospitalaria.
— ¿No puedes abandonar
ni por un momento esa manía tuya de comparar las cosas con personas y a las
personas con cosas?
—Dispénsame. Ya no
vuelvo a molestarte con mis tonterías.
Pero ¡es que esta casa
tiene una fisonomía tan definida, tan elocuente!
Subieron hasta la
terraza y Morán llamó fuertemente a la puerta. Dos veces más tuvo que llamar.
Al fin la puerta se abrió con aspaviento de goznes rechinadores y en el umbral
apareció un criado anciano que llevaba una vela encendida en la diestra.
—Buenas noches —saludó
Bruno—. Sabe, mi esposa y yo nos hemos extraviado; se nos descompuso el carro;
y queríamos saber si podíamos pasar aquí la noche, siempre que no fuera muy
molesto para los dueños de la casa.
—Voy a decirle al patrón
—decidió el viejo sirviente y desapareció en el interior de la casa.
Los esposos Morán
quedaron otra vez en medio de la noche y de la nieve. Él observó:
—Parece que la casa
tiene un buen jardín. Por allá diviso un estanque; hay muchos árboles. En el
día se ha de ver muy bien.
María Elena temblaba.
Quizá no solamente de frío. Musitó:
—Siento como si nos
estuvieran espiando unos ojos invisibles.
Bruno rio:
—Es la casa, ¡tonta! ¿No
dices que los ojos de las casas son las ventanas y la puerta la boca y…?
Se interrumpió porque ya
el criado aparecía de nuevo.
—Pasen ustedes —dijo. Y
salió a la terraza para ayudar a los viajeros a cargar los maletines.
De las vigas de la
terraza surgió entonces una criatura asquerosa que se abatió sobre el rostro de
María Elena, revoloteó torpemente sobre la vela y desapareció. La mujer chilló
espantada. Su marido la rodeó con los brazos y procuró tranquilizarla:
—No te asustes, ha de
ser un murciélago.
María Elena recordó unos
versos de «Los duendes» de Andrés Bello:
Vade retro, ¡perverso
avechucho!
¡Ay! ¡Matóme la luz con
el ala!
Precedidos del sirviente penetraron los esposos
Morán en el vestíbulo de la residencia. Era éste amplio, aunque sombrío: las gruesas
alfombras, los cortinajes espesos y los muebles oscuros eran voraces acaparadores
de luces y sonidos. Encima de la gran chimenea se admiraba un busto de Charles
Dickens y en las paredes colgaban escopetas, armaduras y antiguos cuernos de caza.
Desde la mesa del centro, cubierta con una carpeta de terciopelo con flecos, una
lámpara de acetileno trataba con escaso éxito de disipar la oscuridad de la
estancia. En pie, cerca de la chimenea, esperaba un señor de unos sesenta años
de edad, alto y delgado, de expresión hierática. Dio la bienvenida a sus
inesperados huéspedes.
Morán dijo su nombre y
agregó:
—La casa de usted está
en Torreón. Me dedico al cultivo del algodón y de la uva; pero ahora soy
diputado federal por Coahuila y me doy mis vacaciones de cuando en cuando.
Vamos hasta los Estados Unidos, de paseo.
El dueño de la casa
escuchó con atención y en seguida afirmó:
—Pueden ustedes
considerarse como en su casa. Mi nombre es Francisco Balvanera. —Llamó al
criado—: Teófilo, sirve a los señores unos ponches y prepara la cena. Lamento
mucho —añadió dirigiéndose a los Morán—, que la casa no tenga instalación
eléctrica. Es muy vieja, ¡y está tan aislada y tan alejada de la civilización! Además
no tengo más criado que este anciano igual a mí. Temo que van a estar ustedes
muy incómodos.
—No faltaba más, señor
Balvanera —protestó Bruno—. Estamos muy agradecidos con usted por habernos dado
asilo por esta noche. Si en alguna ocasión puedo corresponder a su amabilidad…
El anfitrión hizo un
gesto que indicaba que su actitud no merecía agradecimiento.
María Elena, en ese
ambiente confortable digno de una novela inglesa del siglo XIX, empezaba a
olvidar duendes y murciélagos. Se sentía feliz, reanimada por el ponche, y curiosa.
Interrogó a Balvanera:
—Su apellido de usted no
es inglés, ¿verdad? Sin embargo, veo aquí a Dickens, los muebles parecen ser de
estilo Victoriano…
—Mis abuelos y mi madre
eran ingleses, señora. Ellos construyeron esta casa, hace más de setenta años,
cuando vinieron a México. Mi madre casó con un español. A la muerte de mis
padres heredé esta casa y nunca me he preocupado por modernizarla.
—Es preciosa, así como está
—aseguró María Elena.
Teófilo anunció que la
cena estaba servida.
El comedor era más
grande y tenebroso aún que el vestíbulo. La enorme mesa de roble, las sillas y
los aparadores parecían incapaces de adaptarse a un ritmo de vida más luminoso
y vivaz Las sombras casi inmóviles de los comensales y la lenta de Teófilo
crecían desmesuradamente en las paredes.
El señor Balvanera habló
de sí mismo: hacía apenas quince días que había enviudado; su esposa no le
había dado hijos. Los Morán mascullaron un vago pésame y la conversación fue
languideciendo.
Al cabo de unos momentos
el dueño de la casa les preguntó si su coche había quedado muy lejos de ahí.
—No —respondió Bruno—.
Pero no se moleste usted…
—No es molestia.
Teófilo, cuando termines de servir la cena, ve a ver si te es posible traer el
carro de los señores hasta la cochera.
Teófilo se puso pálido y
tembló visiblemente. Tartamudeó:
—¡A… la cochera!… ¡No,
no señor!
Balvanera se alteró.
—¡Obedece! —gritó—.
¿Tienes miedo… del frío, o de trabajar?
El pobre criado se
retiró susurrando por lo bajo palabras ininteligibles.
Bruno trató de
protestar; pero su anfitrión cortó en seco sus frases.
María Elena pensó: «¡Qué
raro! ¿Por qué se asustaría tanto Teófilo?». Se dedicó a observar al señor que
tenía enfrente. Quería clasificarlo. ¿Sería un déspota bajo su afabilidad
ceremoniosa? Creyó notar que Balvanera miraba fijamente a alguien que debía
encontrarse detrás de ella; le pareció además que fruncía el entrecejo y que movía
los labios. Se volvió rápidamente; pero no vio a nadie. Sólo una puerta que se cerró
lentamente. «Es Teófilo», pensó; pero al mirar hacia la mesa sus ojos se
toparon con el viejo sirviente que entraba al comedor por el extremo opuesto. Se estremeció, porque recordó
estas palabras: «Soy viudo, sin hijos, no tengo más que este criado». ¿Qué personaje
misterioso habitaba en aquella casa?
* * *
Después de la cena el señor Balvanera y el
diputado Morán conversaban amigablemente, sentados ante el fuego del vestíbulo.
María Elena desde una ventana veía cómo la tormenta amainaba. La noche se iba
aclarando. Detrás de las nubes algodonosas y heladas se adivinaba una luna
serena. Empero, el viento persistía en sacudir árboles y en golpear persianas y
tejados. En medio de su monótono ulular, la señora creyó escuchar un claro
gemido humano. Un grito lastimero y hondo que no venía de fuera, sino que
partía de la casa misma. Miró asustada a su marido y al señor Balvanera; pero
ambos proseguían tranquilos su conversación. Al parecer, nada habían oído.
¿Sería su fogosa imaginación la que ponía en sus ojos y en sus oídos gestos y
voces extraños? Recorrió nerviosa el vestíbulo. El afán natural en ella de averiguar
todo lo que sucedía en torno luchaba con su fantasía amedrentada. Encontró una
puerta entreabierta y resueltamente penetró en una habitación pequeña y esclarecida
por una lámpara más de acetileno. En un rincón había un armonio de reducidas
dimensiones. En la pared del frente un librero dejaba ver unos libros; se acercó
para observarlos, feliz de encontrar un pretexto para distraer su mente; eran magníficas
ediciones empastadas en cuero de color oscuro «Amor y honor», de Lope de Vega;
«El médico de su honra» y «Casa con dos puertas mala es de guardar» de Calderón
de la Barca, «No puede ser el guardar a una mujer», de Agustín Moreto y…
No le fue posible leer
más títulos porque ya su marido la llamaba. Acudió a desearle buenas noches a
su anfitrión. Y guiados por Teófilo subieron los Morán a la recámara que les
había sido destinada.
Era tan grande y tan victoriana
como el resto de la residencia. Una enorme cama con techo y cortinajes y un
pesado ropero eran los muebles principales que la ocupaban. También había una
chimenea y en ella había sido encendido un fuego amable que con su alegría
atenuaba la lobreguez de la estancia.
Cuando Teófilo se fue
María Elena comunicó a su marido sus sospechas y sus temores. Bruno contestó
riendo:
—Estás en plena novela,
chata. Personajes ocultos, ruidos extraños, ¡todo un misterio! Pero en realidad
nada hay de raro o de temible en esta casa. Balvanera y su criado son un par de
viejos chochos e inofensivos. ¿Por qué les tienes miedo? Además, ¿no estoy yo
aquí?
—¡Te digo que algo nos
ocultan!
—Bueno, bueno.
Y Bruno, sin hacer caso
de las explicaciones de su esposa se dispuso a acostarse. Pero ella insistía:
Había allí una o dos personas de quienes Balvanera no les había hablado y una
de ellas, seguramente una mujer, se había quejado lastimeramente hacía unos
momentos.
Bruno manifestó:
—Ultimadamente, el viejo
no tiene obligación de ponernos al tanto de su vida privada. ¿No crees?
Bastante ha hecho con admitirnos en su casa.
Y para distraer la imaginación
de su mujer, preguntó:
—A propósito, ¿ya has
clasificado a Balvanera? ¿Qué cosa es?
María Elena sonrió con
orgullo y explicó:
—Pertenece al género de
los armarios, porque oculta pensamientos y sentimientos y porque éstos pueden
ser indistintamente útiles o nocivos…
—Como quien dice, un
ropero —comentó Bruno. Y se quedó dormido.
María Elena se vio
obligada a guardar para si sus teorías; exhaló su indignación en un suspiro y se
dispuso a su vez a acostarse.
Del piso bajo llegaron
hasta sus oídos las notas encabritadas de la «Danza del fuego». El viento de
fuera cedía ante el violento crepitar del armonio. ¿Sería Balvanera quien interpretaba
a Falla?
Aquella amalgama híbrida
de Dickens y Calderón de la Barca, de la reina Victoria y del Amor Brujo, ponía
en fuga el sueño de María Elena. Cuando la música cesó, sus temores volvieron.
Los ratones que corrían sobre el cielo raso la hicieron pensar en emboscados
murciélagos. Y una vez más, entonces más cerca, escuchó el gemido humano.
Inmediatamente después, una puerta se cerró con violencia y unos pasos apresurados
atravesaron el corredor del segundo piso.
La señora Morán estaba francamente
asustada. Quería despertar a su marido; pero consideraba injusto arrancarlo a
un merecido reposo. Por lo demás, la reñiría por «sus aprensiones tontas».
En vista de que le era
imposible dormir se levantó, se puso una gruesa bata y dio unas vueltas por el
cuarto. En un recodo de éste divisó un primoroso escritorio estilo Luis XV,
intruso frívolo en medio de aquellos muebles severos. Lo examinó con curiosidad,
descubrió un cajoncillo secreto y en él unas cartas.
Sin experimentar el
mínimo escrúpulo se dedicó a leerlas. La última llevaba la fecha del diecinueve
de noviembre de ese año y todas estaban dirigidas a Rosalía de Balvanera y
firmadas por Pedro. Ensimismada en la lectura de aquellas misivas dejó correr
el tiempo.
Sólo quedaba una por
leer; pero interrumpió su tarea porque repentinamente sintió como si alguien la
estuviese mirando. Se volvió asustada hacia la chimenea: el fuego se iba
extinguiendo y ponía sombras bailarinas en tomo. ¿Podían tener, llamas o
paredes, ojos invisibles? Guardó las cartas y cerró el secretaire. Sus sospechas podían tener, o no, fundamento. En el
segundo caso nada perdía con investigar, excepto quizá el concepto de discreta
y bien educada en que el dueño de la casa podía tenerla; pero esa posibilidad
no le preocupaba. En el primer supuesto corría un riesgo posiblemente serio,
puesto que Balvanera no se resignaría fácilmente a que una extraña descubriese
lo que le conviniera mantener oculto. Resolvió correr el riesgo: si alguien en
esa casa necesitaba ayuda, allí estaba ella para prestársela. Sin embargo, no
estaría por demás advertir a Bruno. Pero ¿cómo? Si su anfitrión guardaba algún secreto
la estaría viendo. Aquel cuadro oscuro que estaba junto a la chimenea se había
movido, no le cabía duda; era un disimulado punto de vigilancia. Si dejaba a su
marido un recado escrito, el viejo podía fácilmente entrar a la recámara en
ausencia de ella y destruirlo. ¡Bruno tenía el sueño tan pesado! Antes de las
seis de la mañana no despertaría.
De pronto, María Elena
sonrió: había ideado una estratagema. Hizo una serie de movimientos raros y
silenciosos, carentes de especial significado para un observador poco agudo; en
seguida puso la lámpara de mano cerca de la pistola de su marido, debajo del
cojín de éste; se vistió, tomó la vela encendida y salió resueltamente de la recámara.
* * *
Era aquélla una alcoba idéntica a la que había
sido destinada a los Morán. En el inmenso lecho se perdía una mujer joven aún,
pero demacrada y con los ojos agrandados por la pena y el terror. Cerca de la
cama otra mujer, ésta de condición humilde y edad avanzada, en cuyos labios
estrechos se leía una resuelta crueldad, vigilaba alternativamente a la enferma
y a María Elena, quien se encontraba atada a una silla. Un rudo paliacate le
impedía hablar o gritar.
El señor Balvanera
acababa de entrar en esos momentos a la habitación. Habló larga y solemnemente:
—Señora Morán, créame
que lamento sinceramente, por usted y por su esposo, que no haya sabido usted corresponder
a mi hospitalidad con la discreción debida. Su mente suspicaz ha sido la causa
de su ruina. Porque espero de su clara inteligencia de usted que comprenderá
que ninguno de los dos puede salir vivo de aquí. ¡Oh!, no se agite, no trate de
hablar ni de gritar; es inútil. Por otra parte, creo que usted quiere decirme:
que lo que la gente llamaría mi crimen no quedaría oculto, ¿verdad? No se ilusione
usted, lo tengo todo previsto. Pero antes quiero, como postrer homenaje de simpatía
hacia usted, satisfacer ampliamente su curiosidad.
Balvanera habló y habló.
De cuando en cuando, el llanto y las convulsiones de la enferma interrumpían su
relato. María Elena había sospechado todo lo que las palabras del dueño de la
casa iban confirmando; pero el cinismo macabro en que iban envueltas le
asqueaba. Incapaz de cerrar los oídos, apretaba fuertemente los párpados para
evadirse del pasado cercano que revivía ante ella. Prestó atención cuando se
dio cuenta de que el viejo hablaba de ella y de Bruno. Aquél decía:
—Cuando ustedes llegaron
pensé que si me negaba a recibirlos, sospecharían que algo grave tenía que
ocultar. Fue una estupidez de mi parte. Ahora lo comprendo; pero fui incapaz
entonces de urdir un pretexto verosímil para alejarlos de aquí. Todo hubiera ido
bien, repito, a no ser por su inquieta curiosidad, señora. Estoy seguro de que
usted se dio cuenta de que Pomposa, aquí presente, trató de hablarme en el comedor;
se percató también del terror de Teófilo cuando mencioné la cochera donde está…
el intruso; escuchó usted asimismo, en dos ocasiones, los gemidos indiscretos de
mi esposa; halló las cartas de su amante… A propósito, le doy a usted las
gracias. Ignoraba la existencia de esa correspondencia y más tarde será para mí
un placer leerla. Creo inútil explicarle a usted que la observaba por un
agujero de la pared que oculta el cuadro que está a un costado de la chimenea;
por un momento creí que me había visto mover el cuadro. Ahora, sólo me resta
darle a conocer mi plan: arriba hay un torreón estrecho en el cual Pomposa ha
tenido la precaución de encender un brasero. Se renovará cuantas veces sea
necesario. En él la encerraremos a usted; por otra parte, la recámara donde su
esposo descansa está siendo también provista en abundancia de gas carbónico. Mañana,
o cuando llegue el momento, será usted colocada junto a su marido. Asfixia por
accidente, ¿qué le parece a usted? A las autoridades les diremos que se les
había advertido a ustedes que no encendieran la chimenea porque estaba
obstruida; pero que el frío, quizá, los hizo olvidar la advertencia. En fin,
los detalles se irán solucionando por sí solos.
Se dirigió a la salida y
añadió:
—Adiós, señora Morán.
Enviaré a Teófilo para que ayude a Pomposa a conducirla a usted allá arriba. Yo
voy a la cochera, tengo quehacer allí, ¡je, je!, se me olvidaba comunicarle a
usted que he previsto el caso de que el señor Morán, espontáneamente o
prevenido por usted, despierte y salga de su habitación. Yo vigilaré afuera.
Cuando Teófilo baje, me sustituirá. Es una lástima, pero temo fundadamente que
el señor diputado no tendrá oportunidad de admirar las dotes detectivescas de
su mujercita. ¡Je, je!
* * *
Bruno despertó con un terrible dolor de cabeza y
una dificultad angustiosa para respirar. Se enderezó y a la luz tenue del fuego
de la chimenea vio que la recámara estaba llena de humo. Se puso en pie y se
dirigió a la ventana. No pudo abrirla al primer intento e impaciente de un
fuerte puñetazo rompió los vidrios. El aire puro y frío de fuera empezó a
reanimarlo. Era aún de noche, pero la tormenta se había disipado.
— ¡María Elena!
—preguntó Bruno—. ¿Cómo te sientes?
Al no recibir respuesta
regresó al lecho; pero lo encontró vacío.
—María Elena, ¿dónde
estás? —exclamó en voz baja. Encendió la lámpara de bolsillo e iluminó en vano
todos los rincones de la recámara. « ¿Dónde estará?», pensó. Miró la hora: las
cinco de la mañana. Era imposible que su mujer se hubiese levantado tan
temprano; antes de las nueve no había poder humano que la arrancase al sueño.
Por lo demás era demasiado tarde para que estuviese por ahí escribiendo;
normalmente cuando escribía se retiraba a las tres de la mañana como máximo. No
era tampoco creíble que encontrándose en casa ajena y desconocida se hubiera instalado
cómodamente a leer o a escribir en el vestíbulo o en cualquier otra habitación.
Decididamente la
ausencia de María Elena era anormal y Morán resolvió ir en su busca. Al ir a
vestirse notó que su ropa no permanecía donde la había dejado al acostarse. Los
maletines cerrados, uno junto al otro se agazapaban debajo del lecho. Ni en el
buró ni en el tocador esperaba ninguno de los objetos de uso personal que él había
colocado ahí por la noche. Se detuvo perplejo en medio de la habitación extrañamente
vacía. Y observó un detalle curioso: aparte de la cama que acababa de abandonar,
únicamente en el ropero y en una silla se advertían huellas de que alguna persona
había estado ahí recientemente; pero no eran unas huellas comunes: el ropero tenía
una puerta abierta y prendido en ella (en una ranura y sujeta con un pasador de
pelo), un gancho de ropa. En el suelo se abatía un vestido de María Elena
arrugado y con otro gancho encima. Una manga del vestido se unía con un alfiler
a la manga de un saco suyo que pendía de una silla.
Bruno tardó poco en
comprender que aquella muda pantomima era un mensaje de su esposa: el ropero
personificaba a Balvanera y las prendas de ropa a sus respectivos propietarios.
¡María Elena estaba en peligro e imploraba su ayuda!
Sólo entonces pensó en
que el cuarto estaba lleno de humo cuando despertó y que la ventana estaba
deliberadamente afianzada. Notó asimismo papeles que obstruían las rendijas de
la ventana y de la puerta; y un reguero de pasadores que parecían ir más allá
de ésta.
Comprendió que los
temores suspicaces de su mujer se habían visto confirmados por la realidad.
Rápidamente buscó su ropa y se la puso. Tomó la linterna y la pistola y fue
hacia la puerta; pero la prudencia innata del ranchero norteño lo indujo a escuchar
a través de ella: su fino oído captó una respiración fatigosa.
Tomó entonces una
almohada del lecho, abrió bruscamente y con el brazo alargado colocó frente a
sí la almohada, a la altura de su cabeza.
El grueso garrote de
Teófilo no logró siquiera lastimar la mano de Morán. Este se deshizo rápidamente
del criado y fue siguiendo el reguero de pasadores hasta una puerta que
encontró cerrada. Ningún ruido se percibía detrás de ella. Trató de abrirla, pero
estaba al parecer atrancada por dentro. Llamó suavemente con los nudillos; esperaba
que quien quiera que estuviese del otro lado pensara que era Teófilo. Su esperanza
se vio realizada, porque escuchó una gangosa voz de mujer:
— ¿Eres tú, Teófilo?
—Sí —respondió Bruno en
voz baja—. Ábreme.
Antes de que Pomposa
tuviera tiempo de asombrarse ya Morán le había tapado la boca, la había
empujado dentro de la habitación y había cerrado ésta de nuevo.
— ¿Dónde está mi mujer? —preguntó
al soltar a la vieja.
Pomposa no contestó y
corrió hacia la ventana; pero él le cortó el paso y exigió otra vez:
— ¿Dónde está mi mujer?
La criada cerraba
obstinadamente la boca y miraba con insolencia a Bruno. Una voz débil surgió
entonces de la penumbra:
—La tienen… allá arriba…
la quieren ahogar… con humo.
El diputado dirigió la
luz de su lámpara hacia el lecho. Apenas distinguió la figura lastimosa de
Rosalía. Apresuradamente dijo:
—Gracias, señora. Luego
vendremos a ver en qué podemos servirla.
Y sacó a rastras a la
criada del cuarto. Le ordenó, en medio de epítetos e interjecciones que seguramente
María Elena jamás utilizó en sus escritos, lo condujera hasta el lugar en que
ésta se encontraba. Pomposa no estaba amedrentada en lo mínimo; pero la elocuencia
y uno que otro golpe de Bruno la decidieron a obedecerlo.
* * *
Afortunadamente la señora Morán había permanecido
prisionera en la camarilla de gas unos minutos solamente. El aire fresco de la
madrugada que Bruno dejó entrar por una ventana del vestíbulo y el whisky de la
cantimplora de su marido la devolvieron pronto a la paz y a la normalidad.
— ¿Qué pasa aquí?
—preguntó él—. ¿No sabes dónde está Balvanera?
—Ha de estar en la
cochera. Tiene escondido ahí un cadáver. Su pobre esposa vive y está medio loca
de miedo.
—Ya la vi. Ella me dijo
dónde te tenían encerrada. ¿A quién mató el viejo? ¿A algún amigo de su esposa?
—No. Eso es lo más
terrible del caso. Mató al padre de Rosalía. A su suegro.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Es una historia larga.
Me enteré de ella por unas cartas.
—Cuéntamela.
María Elena contó:
—Los padres de Rosalía
se divorciaron cuando ella era todavía una niña. El padre, de nombre Pedro,
jamás volvió a ocuparse de su mujer ni de su hija sino hasta hace apenas
algunos meses, cuando se enteró de que su esposa había muerto y de que su hija
se había casado con un hombre al que supuso inmensamente rico. Pedro atravesaba
por una grave crisis económica y escribió a la señora Balvanera una carta implorante
y arrepentida. La pobre Rosalía había sufrido intensamente al lado del esposo
viejo, tiránico y celoso, y se acogió desesperadamente al que creyó era cariño sincero
de un padre pródigo. Se cambiaron varias cartas entre ambos. Y en la última, por
cierto demasiado reciente, Pedro anunciaba a su hija que vendría a arrancarla
de esa existencia miserable que por tanto tiempo había soportado. Esa carta fue
la primera que leí, y la que me permitió adivinar toda la tragedia.
—Ya me imagino lo que
pasó —comentó Morán.
—Por cierto que Pedro
insinuaba en su carta que las joyas y dinero que el marido le hubiera dado a
Rosalía eran legítimamente suyos y que podía llevarlos consigo sin escrúpulo
alguno.
—Un padre modelo, don
Pedro —sentenció Bruno.
—Sí, no era en absoluto
desinteresado cuando pretendía ayudar a su hija. Pero Balvanera es un loco
asesino, imbuido de literatura que no ha sabido asimilar…
—Sigue contando.
—Ayer, en ausencia de
Balvanera, al cual Rosalía había ocultado la correspondencia con su padre,
llegó Pedro a la casa. Y según me lo relató él mismo con increíble descaro, el
viejo regresó de improviso, creyó que su mujer lo engañaba y ofuscado por los
celos asesinó a su suegro en presencia de Rosalía. Teófilo y Pomposa, forzada o
voluntariamente, se han prestado a encubrir el crimen de su patrón y a mantener
prisionera a la señora, porque el bárbaro de Balvanera dice que la muerte sería
un castigo demasiado suave para ella. Se propone torturarla día a día…
—Bueno —declaró Bruno—.
Es preciso que nos tracemos un plan de acción. De los criados no hay nada qué
temer. Si no se han muerto, los amarraré y los encerraré para que no huyan
mientras vamos a dar parte a la policía.
— ¿Por qué dices, si no
se han muerto?
—Pues… porque tuve que
golpear a Teófilo con mi pistola y no sé si se me pasaría la mano. Y a la vieja
la encerré donde te tenían a ti.
—Pero Bruno, ¡por Dios!
¡Puedes haberlos matado!
—Quién sabe. —Alzó los
hombros con indiferencia—. Ahorita voy a ver, deja nomás que acabe de
explicarte mi plan: iré a buscar a Balvanera y también lo encerraré, lejos de
sus criados, por supuesto. —Sonrió con malicia—: Creo que allí mismo en la
cochera es el lugar indicado.
— ¿Y Rosalía?
—Nos la llevaremos.
Tanto porque la pobre necesita ayuda, como para que declare ante las autoridades.
—¿Crees que podrás echar
a andar el coche?
—Seguro. Ya está
amaneciendo y en el día es más fácil; además, creo que estamos muy cerca de
Jiménez.
Acarició la nuca de su
mujer y le dijo con cariño:
— ¡Pobre de ti! Has de
haber pasado un buen susto.
— ¡Ya lo creo! Y te
aseguro que me impresionaron menos los murciélagos que en el torreoncillo aquel
se ahogaban junto conmigo, que las palabras frías y crueles con que Balvanera
me contó cómo nos iba a matar a ti y a mí.
— ¡El viejo cabrón!
—exclamó Bruno; pero en seguida rio—: ¡El ropero! Después de todo tu manía de
comparar las cosas con las personas fue lo que nos salvó. Lo que no me explico…
—Pero ¡anda!
—interrumpió María Elena—. Ve a ver a esos pobres viejos…
—Espérate. Después de
todo, ellos se lo buscaron. Lo que no me explico — insistió— es por qué yo, que
tengo el sueño tan pesado, desperté antes de la hora de costumbre.
La señora vio la ocasión
de lucirse con una teoría complicada:
—Fue la telepatía
—explicó—. Como yo estaba pensando con angustia en ti, tu subconsciente recogió
mi llamado, y…
—Hum… —murmuró él—. A la
mejor desperté por el humo.
Muerte a la zaga, 1985
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