Algo en la oscuridad- José Emilio Pacheco.
A Neus Espresate
PRIMER ACTO
Los anteriores ocupantes tuvieron que abandonar
apresuradamente la casa. Hallamos un teléfono arrancado de cuajo, ropa
esparcida, muebles en desorden, cartas, papeles privados, alimentos a medio
consumir ya cubiertos de moho. Aunque no encontramos huellas de gatos ni de
perros, había un cobertizo de madera en el traspatio.
Al reordenar
desnaturalizamos todo. Basta poner más a la izquierda una silla para que un
cuarto ya no sea el mismo. Teníamos prisa por cambiarnos y era tan grave la crisis
de alojamiento por la explosión fabril en la zona que en cuanto firmamos el contrato
sólo pedimos que la inmobiliaria nos entregara la llave. No preguntamos por la
zona ni por los antiguos inquilinos. A ellos, por lo visto, les tenía sin
cuidado el juicio de quienes iban a reemplazarlos. Dejarlo todo en esas
condiciones era muestra de una total despreocupación o una urgencia absoluta.
—Piensan regresar —dijo
Ester.
—No lo creo. Alquilamos
la casa por un año. Es mucho tiempo.
—Preguntemos a los
vecinos.
—Somos recién llegados.
La indiscreción nos crearía mala fama.
—Déjalo por mi cuenta.
Buscaré una oportunidad sin forzarla… Oye, ¿qué tal si leemos los cuadernos,
las cartas?
—No me parece bien: ¿Te
gustaría que te lo hicieran?
—No, desde luego; pero
no aguanto la curiosidad.
—Yo tampoco.
Fui a buscar los papeles
y los leímos en voz alta. Eran cartas familiares, asuntos de trabajo, recortes,
fotos, vestigios sin sentido para extraños como nosotros.
—No me explico por qué
abandonaron tantas cosas —dijo Ester—. A nadie le gusta ser visto en lo más
íntimo.
—Parecería que no se
fueron de aquí por su voluntad: alguien, algo, los obligó a salir sin darles
tiempo de mirar atrás.
— ¿Qué habrá sido?
—Tarde o temprano lo
sabremos.
Me levanté a las cinco
de la mañana, entreabrí la cortina y miré la fila de casas frente a la nuestra.
Habían apagado todas las luces. La calle estaba envuelta en el resplandor de
una luna metálica que irrealizaba el escenario. Sentí miedo ante aquel silencio.
Nada se movía, ni el viento, ni una sombra, ni la hoja de un árbol. Yo era el
único intruso en un planeta lívido y como desangrado de todas las materias
terrestres.
No quise despertar a Ester.
Tal vez hablar aquella noche nos hubiera salvado. Crecí en un medio donde no se
podía ser cobarde y me acostumbré a enfrentar los desafíos. Aquello era otra
cosa, algo que sólo había sentido durante la guerra cuando atravesamos un
pueblo bombardeado en donde todos los habitantes se hallaban muertos.
Pasé el día en la
fábrica. No me sentí mal. A fin de cuentas yo era un experto y resultaba útil
para ellos. Al regresar encontré a Ester muy inquieta. Hablamos de generalidades
y se negó a contarme qué había ocurrido. Ya en nuestro cuarto encendí el
televisor. Rechazamos una pelea de box —siempre lo he detestado— y elegimos una
vieja película acerca de un matrimonio que llega a habitar una casa de campo inglesa
atestada de espectros. La mujer misma que les muestra el cottage es un fantasma.
Intenté ironizar sobre
lo que veíamos. Ester se dio cuenta de que con ello sólo expresaba mis temores.
Me pidió:
—Apaga el televisor
—obedecerla significaba aceptar el miedo absurdo. Le contesté que estaba
interesado por la trama y acabaría de ver la película—. Como quieras —me dijo y
se ocultó entre las sábanas.
Intenté leer un libro de mi especialidad. Sin embargo, no lograba apartarme de la historia. Terminó con un grito de la mujer al darse cuenta de que también su esposo era un aparecido. Me dormí, desperté muy tarde y apenas pude llegar a tiempo a la fábrica.
Al acabar la cena, mientras la ayudaba a recoger
los platos, Ester me dijo abruptamente:
—Vámonos de aquí.
—Imposible. Acabamos de
llegar. Tenemos que aclimatarnos. En ninguna parte me darían un trabajo igual.
—No me gusta este sitio.
Me aterra quedarme sola en la casa.
—Ya te acostumbrarás.
Los primeros días siempre son difíciles.
—Todo se me hace tan
extraño: el pueblo, los objetos abandonados, la gente…
— ¿Has hablado con
alguien?
—Crucé algunas palabras
con la señora de la tienda… Me recomendó: «Es mejor que se vayan».
—¿Por qué?
—No dio razones. Supone
que las sabemos perfectamente.
—Mira, no ignorábamos
que iban a presentarse dificultades. Lo único que podemos hacer es
despreocuparnos y dejar que las cosas sigan su marcha.
Pasamos un mes tranquilo. Poco a poco Ester se
adaptaba a las circunstancias, el trabajo me satisfacía y el vecindario no daba
señales de vida. A veces salíamos a caminar por el pueblo sin acercarnos mucho
a las salas, siempre en penumbra sólo interrumpida por el brillo de la
televisión. En ocasiones un rostro furtivo apartaba las cortinas para
observarnos. Eso era todo.
Un sábado por la noche
me disponía a lavarme los dientes cuando escuché un maullido que a la vez fue
un aullido. Pensé: «Ha vuelto el gato de los antiguos inquilinos». Mi primer
impulso fue abrirle la puerta. Me contuve: Ester se encariñaría con él y no iba
a permitirme que lo ahuyentara. Allí estaba el último regalo indeseable que nos
dejaron los otros ocupantes. Creí que el gato acabaría por irse.Ester oyó
también el sonido mixto y suplicó:
—Déjalo entrar.
—No: se quedaría para
siempre.
—Mañana lo echamos.
—Si los vecinos se dan
cuenta te acusarán ante la policía de maltrato a los animales.
—Entonces, si lo dejamos
a la intemperie en esta noche helada, ya no serán indiferentes: se volverán
hostiles.
—Hay mucho viento. No creo
que escuchen los maullidos.
— ¿Cuáles maullidos? Es
un perro. ¿No lo oyes quejarse? Vamos a darle agua y comida. Después te lo
llevas en el coche y lo abandonas cerca de la fábrica.
—No, no: regresará como
ha vuelto ahora… Discúlpame pero me niego a abrirle la puerta.
—Bueno, como quieras. Ya
es muy tarde. Vamos a dormir.
Cerré los ojos, intenté
convencerme de que tenía sueño. El ladrido/maullido continuaba, imperioso,
inflexible. Ester, sin hallar acomodo, se revolvía entre las mantas. Aguantamos
cerca de una hora sin romper el acuerdo tácito de no decir una palabra. No
obstante, el animal seguía imponiendo su presencia, exigiendo su derecho de
entrada.
Lo escuché en el
alféizar. Un gato bien pudo haber trepado en busca de una ventana; un perro no.
El animal se había convertido en una obsesión. Tuve miedo y no quise aceptarlo.
Cerré los ojos. Entonces me sobresaltó el grito de Ester:
—Aquí está: debajo de la
cama. Lo he tocado.
Me incorporé de un
salto, encendí la luz. Buscamos por todo el cuarto sin hallar nada. Se había
hecho el silencio. Miré a Ester con un gesto de triunfo. En ese instante resonó
más fuerte el maullido/ladrido. Salimos al corredor. Nos estremeció descubrir en
el marco de la ventana la sombra arqueada y erizada de un perro-lobo con cabeza
de gato. Ester se aferró a mí. Entrevimos la pelambre rojiza. Todas las luces
se apagaron.
Lo que siguió fue la
oscuridad, mi intento de expulsar aquello que había dejado de ser un animal, el
olor a muerte y a cripta del ente que al abrirse paso nos contaminaba de húmeda
podredumbre, el sonido fangoso de sus patas en la escalera, el odio en los ojos
resplandecientes y encontrados cuando salió por la puerta y volvió la mirada,
el viento oscuro que al entrar en nosotros empujaba la casa hacia las tinieblas.
SEGUNDO ACTO
La casa
Igual a otras cuarenta alineadas en la calle.
Construida a base de frágiles materiales ensamblados en pocas horas, hecha para
ser indistinta y no perdurar, tiene un carácter abierto, aéreo, cristalino,
impreso para comunicarla al menos visualmente con la naturaleza. En realidad,
las facilidades otorgadas a la luz las ejercen vecinos y transeúntes que
observan a toda hora la ocurrido en el interior.
El sol brilla por su
ausencia en este bosque de pinos situado en lo más alto de las montañas. Aquí
las persianas se consideran un sacrilegio. Nuestro culto solar florece como
nostalgia a lo largo del año; como ceremonia tribal ciertos días del verano y algunas
horas imprevistas en los períodos fuera de estación.
El interior
Sus alfombras dan a la pisada una ingravidez y
una seguridad que hacen de la casa un lugar íntimo, asociado con las nociones
de rango y poder. Cuando menos el poder de abandonar las viviendas de mosaicos
o duelas apolilladas que amenazan desplome. En la sala un calefactor eléctrico
evita las molestias de acarrear leña y mantenerla encendida y concede la
ficción de maderas ardientes, calcinaciones grises y encarnadas.
El traspatio
Una muchedumbre de gorriones baja de los árboles
en busca de migajas y desperdicios. A veces se entablan riñas feroces entre
ellos. Los cuervos descienden y reemprenden el vuelo con trozos que no caben en
el pico de los gorriones. Ante ellos sus enemigos forman un círculo resignado.
Un cuervo amaga a los que se rebelan e intentan disputar la comida. Entonces la
bandada de gorriones se asila en las más altas ramas. Los cuervos sólo temen a
los perros que, hartos de alimento enlatado, hurgan en los botes de basura y
roen los huesos. Hasta los perros de menor tamaño y aspecto inofensivo
aprendieron de los gatos la habilidad de capturar gorriones. Tampoco ellos
matan por hambre: dejan el cadáver entre la hierba una vez que la trituración
los ha reconciliado con su instinto. Han sido fieras en épocas remotas; ahora
pagan en tedio y humillación el precio de la seguridad. Nunca se encuentran perros
callejeros. Si nadie los adopta la comunidad los extermina. No queremos ver contagiados
de rabia y rebeldía a nuestros animales. Apareamos a los ejemplares de raza en
lugares precisos. Neutralizamos a los demás al poco tiempo de nacidos. La gente
viene a buscar la paz que es ya imposible en las ciudades. No admitimos escándalos
ni excesos.
Los habitantes
No los hemos visto de frente. Aquí hablamos muy
poco. Rehuimos el saludo y procuramos no cruzarnos en el camino de los demás.
Por lo que vislumbramos cuando pasan cerca de nuestras ventanas, él ha de tener
unos treinta y cinco años y ella cerca de veintisiete. El hombre trabaja en una
industria cercana, no en la gran fábrica de armas donde la mayoría prestamos
nuestros servicios. La mujer permanece todo el tiempo en la casa (¿Tramará algo
en contra nuestra?), la única sin antena de televisión. Quizá tengan un
receptor portátil o sean tan imbéciles como para satisfacerse con la asquerosa
música que escuchan. Lo hacen siempre a bajo volumen pues, se adivina, no
quieren incomodarnos. Los rasgos que distinguen al vecindario son la hosquedad,
la reticencia, la envidia atemperada por el desprecio mutuo que a veces se
disfraza de cortesía. Sin embargo, Todo recién llegado ofrece tributos y primicias:
un pastel, un plato regional, un juguete para los niños, una botella de whisky.
Ellos no: desde un principio se aislaron. En vez de implorarnos perdón por invadir
nuestros dominios nos ofendieron. La codicia de la agencia inmobiliaria de nuevo
la ha llevado a mandarnos personas indeseables. Ninguna afrenta puede quedar sin
castigo.
El móvil
Nuestro orgullo son los prados. Vigilamos su
crecimiento, alimentamos con abonos sus raíces, sustituimos las podadoras
mecánicas por los nuevos modelos. Guiarlas es nuestro placer y nuestro
descanso. El domingo por la mañana y algunas tardes soleadas el aire se llena
con el rumor de nuestras máquinas eléctricas. Tenemos reglas muy precisas.
Quien exceda en algunos milímetros la marca establecida sufrirá el rigor de
nuestras leyes. Los habitantes no debieron hacernos esta afrenta. Como si sus actos
anteriores no fueran ya agresiones a la buena voluntad de que siempre hemos dado
muestra, violaron la cláusula más importante del contrato, dejaron crecer el césped
frente a su casa, rompieron la armonía del conjunto, trajeron a nuestro refugio
la suciedad del trópico, la incuria de los países atrasados, el salvajismo que
amenaza a nuestras creencias ancestrales. Como sólo nos reunimos durante los
solsticios, esta vez no hubo deliberación. Los ecos del templo triangular no
repitieron las palabras de ira. Bastó con que en la fábrica intercambiáramos monosílabos
y al encontrarnos en la calle señaláramos con un leve desvío de la mano el
pasto indómito. Un movimiento de cabeza fue la señal que condenó a los habitantes
y ratificó el acuerdo profundo entre nosotros. Somos magnánimos. Hemos
desterrado de nuestros corazones el odio. La cruz no arderá en la noche de las
colinas. Pensamos que bastaría una amonestación o una carta enérgica o que alguien
—sin temor al contagio— se acercara a prestarles una podadora mecánica de las
que se oxidan en los desvanes. Con la bondad que lo caracteriza nuestro sumo
sacerdote disculpó a los habitantes: provienen de esos horribles bloques de
concreto en que se hacinan por millares los seres como ellos, jamás tuvieron
casas como las nuestras e ignoran por completo la obligación de cortar la
hierba y mantenerla a la debida altura. De no haberse interpuesto la ceremonia
alguno de estos recursos hubiera bastado para ahuyentarlos sin necesidad de
medidas radicales.
La ceremonia
Fue vista con horror y a distancia por quienes
nos levantamos temprano aquel domingo. La atribuimos a un culto relacionado con
el vudú. Ambos salieron al traspatio. De la
La noche del sábado
Nadie oyó ni vio nada. El pueblo estaba desierto. Hubo reunión en las colinas. Tenemos prohibido hablar de la asamblea nocturna.
El desenlace
Ese hombre y esa mujer terminaban de desayunar
cuando escucharon ruido de máquinas en la calle. Tal vez, creyeron, iban a componer
el pavimento. Hubo rumor de palas y gritos de una cuadrilla que arrancaba el pasto
con todo y tierra. Ella le reclamó que no se hubiera ocupado del césped y su negligencia
acarreara esa orden oficial a la que seguiría una multa por descuido. Él tuvo
la arrogancia de contestar:
—La pagaré con tal de no
tener que cortarlo —subió las escaleras, entró en el baño y comenzó a
afeitarse. Ella siguió lavando los platos en la cocina. Ambos trataban de no
pensar en lo que pasaba ni reconocer que tenían miedo. Por último la mujer
subió a decirle:
—Debes reclamarles. Si
al menos nos hubieran avisado…
Él, sin dejar de
afeitarse, contestó:
—Esperaré que toquen a
la puerta.
En el traspatio se escuchó el aullido/ladrido. Respondieron los perros; cuervos y gorriones se posaron en los árboles. Se estremeció toda la casa. Volaron esquirlas de madera y pintura. Por la ventana los habitantes alcanzaron a distinguir la pala dentada de un trascabo. Salieron a la puerta. La casa se desplomó a sus espaldas. Uno de los guardias que acababan de arrancar el pasto se lanzó sobre la mujer y le desgarró la bata de nailon. Ella lo rechazó. Su marido derribó de un golpe a nuestro lacayo. Era lo que esperaban los demás para acometerlos. Mientras terminaban de destazarlos, y perros, cuervos y gorriones se iban aproximando al escenario, nosotros contemplábamos todo aquello en silencio. Una vez más y para siempre nuestro pueblo había quedado libre de intrusos.
El viento distante, 1969
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