Tiene la noche un árbol- Guadalupe Dueñas
José Gorostiza
Frente a la casa de la
señorita Silvia los ojos del pequeño Abel, inseparables de la ventana,
persiguen al desconocido que espera bajo la lluvia.
Los pasos
del extraño van y vienen de la nada a la nada, lentos, desgarbados, sumisos. A veces
se detienen, a veces dudan, a veces caen. Su arritmia trastorna a los vecinos:
sienten los pasos sobre el corazón.
Desde que
apareció, los cinco días ha estado al borde de la casa, con la misma chaqueta
roja, con el mismo pantalón ceñido y los mismos zapatos de bailarín. Las
mujeres le espían los ojos, demudados, de azufre, la boca inflexible, los
ademanes vacíos.
También
Abel miró la oscilación de antorcha del hombre, vio cómo sus brazos en alto
casi tocaron la luna, la luna que vagaba en el cuarto de Silvia. Silvia,
escuálida figura envuelta en una ráfaga, dijo con sus manos desnudas algo como
un adiós.
—Lo imaginaste. No. La
señorita Silvia…
— Sí,
le hizo señales y la vi llorar.
— No
digas tonterías.
El
reproche materno selló la boca de Abel.
Un hondo repique pone de luto
la madrugada. Ruedan murmullos negros por las calles y las horas. Los molinos y
las tiendas suspenden sus quehaceres. Ni los jóvenes ni los viejos admiten la
noticia infortunada: entre sus desdichas y el amo estuvo siempre el suave
corazón de Silvia; ella inclinó hacia los pobres el orden y la ley.
En la calle
la gruesa campana de la muerte mecía su árida hoz, y el silbato fabril, de
barco en naufragio, abría un cortejo de negrura, de bocas angustiadas, de
estupor.
Dentro como
jirón de niebla, el padre se dobla en la blancura de la estancia. Los espejos
han sido cegados, cubiertas las paredes y canceladas las puertas. Frías rosas,
transparentes gardenias, vuelcan su inmaculada, su infecunda debilidad; el
ataúd congrega la pureza de lo semejante.
Abel, sin
soltar la mano de su madre, buscó entre el gentío al hombre rojo de la noche;
en el mismo sitio en donde la ingrávida visión de Silvia dijo adiós, puso sus
pies temblorosos y miró en el callejón descolorido la figura escarlata y pensó
que si el hombre entra en el cuarto al féretro, los velos y hasta el ramo de
azucenas del pecho de la señorita se teñirían de púrpura.
Pasaron primero las cofradas
con el largo columpio del escapulario, en seguida las almas gloriosas con
lirios recién cortados, luego los trabajadores, después las señoritas
acaudaladas y sus hombres poderosos. Al final el ataúd entre crespones. Como si
no participara, sola en su esfuerzo, la presencia cabizbaja del desconocido
avanzaba lenta y distante.
El sacerdote
dijo una oración impotente. Abel temía al cementerio de alas oscuras, a los mármoles
jaspeados de siluetas y al fatídico portón que ya no cruzaría la señorita
Silvia.
Recargado en
un ciprés, ahí estaba el de la chaqueta en llamas, deshecho y firme como un
cirio. Escondía su tristeza en las solapas a la altura de los ojos.
Abel vaga en la huerta. Se sienta en el tronco donde ella le enseñaba el catecismo. Ahí están todavía unas hojas de parra desprendidas de alguna ofrenda mortuoria y un gancho de plata perdido en la tierra. Abel se ha olvidado de la noche hundido en melancólica laxitud, en la indolencia de precisos recuerdos.
La verja
rechina débilmente, se abre con suavidad para cerrarse de nuevo. Abel siente a
la señorita Silvia, adivina las marcas de sus pasos y la muselina del traje le
roza las rodillas. Cuando abre los ojos ve al hombre del saco rubí,
tambaleante, ir a la puerta de la alcoba de Silvia y tratar, torpemente, de
abrir con diferentes llaves que resbalan de sus manos sin fuerzas; hasta que al
cabo de algunos minutos aparece la vieja sirvienta que le presta ayuda y entra
con él.
El miedo de
reconocerlo como el mismo que —antes de enfermar la señorita Silvia— llegaba
cauteloso siguiendo las señas de la moza lo castigo con audaces sospechas. La última
vez que lo vio en la casa estaba manchado de inequívocas acusaciones. Lo
imaginó saliendo apresurado sin hacer caso de los gritos de Silvia. Después
dijeron que la habían encontrado desmayada.
Escondido tras
del árbol,Abel lo oyó sollozar con furor de tigre, y humildemente quiso
retirarse.
Salió el
hombre y dando tumbos dejó, sólo, el temblor de la puerta.
El pequeño
esperó a que se ausentara la criada y regresó a su casa. Nada le contará a su
madre.
Guadalupe Dueñas (Guadalajara, 1910-CDMX, 2002) Narradora, poeta, guionista, ensayista y cuentista. Elena Garro le atribuyó ser la mejor del género breve. Participo en numerosas revistas en las que compartió sus primeros cuentos, que más tarde recopilaría junto a otros bajo el título Tiene la noche un árbol, obra por la que recibió el Premio José María Vigil en 1959.
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