Salón Rojo - Arnaldo Ávila


Sergio García apareció entre luces multicolores que ambientaron de carnaval el Salón Rojo, miró los guiños rímel de la Ramona y contestó vacilador los besos que le enviarpn algunas mujeres del rincón caliente. En el salón, los destellos revelaron seres comprometidos en ritmos seductores, mágicos. Sergio pasó galán entre caderas acompasadas por bongoes, trompetas y pasitos chéveres, centró la vista en el lugar que años atras ocupara Nereida González y celebró las nostalgias con algunos movimientos contagiados de danzón. García tomó por la cintura a la Ramona y sobrevinieron los roces sensuales. Sergio, en ese momento, marcó su territorio con desplantes de bailarín. La Ramona, cuerpecito de mariposa prieta y vestido entubado, comprendió el lenguaje que le impuso su compañero, así como lo entendieron los hombres del salón rojo.

García prendió el cigarro, ajustó la chamarra en el talle y caminó ya sobrio algunas esquinas. El encuentro con la Ramona le pareció similar a otros encuentros en el salón, eran semejantes los pormenores, casi todo como aquella noche en que conoció a Nereida González: olores de cerveza y pachuli, danzones prendidos en la sangre y el husmeo de los galanes de barrio en busca de güilas trasnochadas, todo en conjunto quiso convocar al instante Sergio García, emocionó el ánimo y continuó pensando bajo el cintilar de un anuncio luminoso. “Nereida el misterio, Nereida como el danzón de Acerina, Nereida el dancing”. Sergio apresuró el paso tratando de apartarse. Las cenizas del cigarro mantuvieron firmeza en el cilindro de papel y no cedieron sino hasta que a García le temblaron los dedos, para continuar adentrándose en pensamientos ambientados de Nereida González y aquellos ojos enmascarados que emanaban entre luciérnagas de nicotina. “Me gustas mucho, muñequito de organdí”. Voluptuosidad encarnada en los oídos. Sergio memoró el campo del danzón donde se engendraban el movimiento lascivo de hombros y el avance erótico de Nereida, con aquellos brazos y manos que lo tomaban del cuello y lo hacían sentir único. “Nereida Danzón, Nereida Cumbia, Nereida Maaambo”.

Sergio bajó del taxi y desdibujó la figura desgarbada en lo oscuro del cuarto, encendió el foco y así como al momento se iluminó el espacio, retornaron a él las caricias y los murmullos lejanos de Nereida. El tocadiscos acaparó la habitación con danzones. Sergio palpó con ojos nostálgicos los vestidos y los cabellos sintéticos que permanecían en el estante, y que en su tiempo ayudaron a ocultar el misterio de Nereida. Los labios de García aguardaron la boca que no cobró materia, el danzón continuaba cierto en el vecindario. “Te quiero por entrador y porque bailas como muñequito de cuerda”. Nereida Gonzáles, me pasas un resto porque eres el mismísimo baile. “Acércate, muñeco de celuloide, y pega tu piquito aquí en mi lengua, así nene, demuéstrame que eres bien machín”.

 García vivió de nuevo el hotel, la intimidad con Nereida y las confesiones que argumentaban tolerancia por parte de él y que en un principio no fueron reconocidas debido a la repugnancia y al rechazo de saberse en esas circunstancias. “¿Amarte Nereida o como te llames?”, para que después sobrevenga en Sergio la reflexión y aceptar a Nereida tal como era; arribaron a él los minutos plenos de redención, goce y muestras de cariño que ningún otro ser le había prodigado.

La Ramona se inquietó ante el paso decidido de Sergio García, miró aturdida a sus compañeros y asomó dientes metálicos en sonrisa que asemejó una tajada de oro. El cornetín mareó de danzón la sala, García movió sabroso el cinto, practicó media vuelta apantalladora y se aferró al cuerpo de la Ramona; las miradas y los tanteos se prodigaron. Sergio recordó malhumorado los días previos a su desgracia y maldijo la noche en que Nereida conoció a Raúl; desde aquella fecha, observó actitudes poco usuales en la cotidianidad de Nereida, las citas se tornaron frívolas y distanciadas. Sergio miró la luz intensa del salón que lo envolvía con manchas púrpuras, como los coágulos de sangre, imborrables, que mostraban en sus manos la ligereza con que actuó aquel día. Sergio recordó el tajo firme en el cuello de Nereida por donde escapó el Salón Rojo con todos sus resplandores místicos y fantásticos, corte que dejó huir al danzón bailado por putillas y jotos del rincón caliente; emanaron violentos por esa rendija mortal: guiños, agasajos, secretos, mañas, suspiros y besos de salón. Sergio García no olvidó los ojos agónicos de Nereida, primero con sorpresas e interrogantes que él no pudo desentrañar, luego las miradas sin reproches redimiéndole de culpas. García volvió a los recuerdos al memorar la nota periodística: un hombre ebrio, seminconsciente sobre la cama, al lado del cadáver de Nereida. Después, líneas que daban un nombre: Raúl Sánchez, un asesino que dice no recordar cómo realizó el crimen.

 El danzón ocupó espacio entre los cuerpos y quedó prisionero en la habitación del hotel, Sergio tomó entre sus brazos a la Ramona y ambos imaginaron el Salón Rojo; los pies de García marcaron la ruta del compás que ella siguió fiel y casi mecánicamente. Trazos  dibujados, armónicos, pautaron el piso de la estancia, allí Nereida surgió como maquinación de rectas y curvas que describían la fidelidad ritmada de flautín o el desentono de alguna clave en la melodía, que, sin embargo, formaban parte del danzón y una verdad ya aceptada, que ahora él defendía sin prejuicios. Los besos de la Ramona mordieron los labios de García, él contestó con caricias que recorrieron ángulos húmedos, indiscutiblemente femeninos; Sergio titubeó ante la excitación alcanzada por ella y confuso se percató que él mismo trataba de engañarse, no existía en la Ramona, Nereida González, con sentimientos de mujer, inspirados en el danzón y ciertísimos en espíritu, como también no habitaba en Nereida sexo de coral, negado en una prolongación viril irrefutable. Sergio García abandonó el hotel llevando los secretos de amor y la verdadera naturaleza masculina de Nereida González; el Salón Rojo esperaba mágico y real.


    Recicle, 2019



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