Cuando quise mostrarte los árboles - Joaquín Filio
Hemos puesto doble cerrojo a
la puerta para que te sientas segura y tranquila, paredes adentro, ahora que la
luz deambula como un gato y viene a jugar contigo. Luz y sombra. Agua, fuego. Invitamos
a todos tus personajes a la graduación del preescolar, en medio de las fauces
de la ciudad sonámbula, a la que tu sonrisa absoluta traduce para nuestro miedo
de padres primerizos.
Aquí están
Bugs Bunny, el alce calvo y los otros peluches de las series televisivas que
por tus años breves no alcanzaste a divisar y que nos hacen el favor del quorum
en la sala adquirida con el paso del tiempo.
Tu madre
echa los últimos esfuerzos de la sala la sopa instantánea mientras hace bailar
sus pies descalzos, fríos por la loza del suelo y la temperatura que ha bajado
de una tundra que no tiene sentido. Y yo leo un periódico viejo, por nostalgia,
en homenaje a tu abuelo, un hombre que dejó su corazón marchito en la sala de
nebulizadores.
¿Cómo se
hace un barquito de papel? Los expertos mencionan que con cuatro dobleces, sin necesidad
del origami, uno pone las velas al adecuado. Tú no sabes qué es un barquito de
papel. Por eso traigo esta hoja en tamaño carta que he arrancado de las
libretas que tomamos hace unos días del lugar ese que tanto temor te genera. Te
voy a enseñar el arte de abandonar la tierra firme, pero primero tendré que
explicar en qué consiste un río. Haremos un río en el patio, ahora que la luz
le ganó a la sombra y podemos echar con el contenedor un poco del agua, sin que
tu madre lo note, porque sabes que luego nos regaña.
Voy a
escribirte una carta sobre el filamento del cielo y esos “globos blancos” que
observas desde el marco de la ventana, a los que tu madre llama nubes. Voy a
escribirte una carta que hable de gatos y perros, especies que acariciamos en nuestra
infancia para después contarte a ti cómo se siente. Pero sobre todo, voy a
escribirte una carta que no diga las cosas que te dan miedo, no hablaré del
silencio en las calles ni de las personas roncas.
El día que
naciste salió el último viaje hacia el Sur. El elevador en que tus primos se
marcharon bajó de golpe, después de que comprobaran la salud de sus pasajeros y
dejó, corriente abajo, un planeta solitario que nos tiene sometidos.
Tu madre no
tosió, no lo ha hecho nunca y tú tampoco. El doctor dijo que tus pulmones, al igual
que los “globos blancos”, estaban puros. Intactos. Y yo salté haciendo la danza
de la lluvia en los pasillos de la farmacia abandonada, mientras conseguía tu
primera máscara espacial, la de colores. De camino a la casa atravesamos, quizá
para siempre, las calles taciturnas, los rinocerontes de cemento que antes
fueron los lugares en donde tu madre y yo trabajamos. Y la cúpula, al igual que
tus dos pulmoncitos, se cerró hermética para resguardarnos años antes, claro,
de que las personas roncas vinieran persiguiéndonos aquella primera vez, cuando
quise mostrarte los árboles.
Te tuvimos
durante los meses iniciáticos en una burbuja estéril que encontramos entre los escombros
de un hospital antiguo. Con trabajo sustrajimos del lugar, sigilosos, otros
artefactos para blindar el territorio. No ha sido fácil escapar de los
murmullos cada vez que salimos a la avenida; el amor, hoy que adolecen las
soledades, es otra forma de respirar quedito. Ir con la sombra pausada hacia
los establecimientos de comida, para encontrar una bolsita de arroz, un aparato
musical, alguna prenda que tu madre confeccionará después, cuando tus
extremidades sean grandes y puedas alcanzar, de puntitas, las naranjas agrias
que se asoman por encima de la barda. No ha sido fácil vivir con la decisión de
no haber bajado, tomar ese ascensor hacia la salvación subterránea. Pero,
escucha, el mundo se encuentra aquí arriba, a pesar de los ecos rotos que
producen las rejas cuando ellos las azotan. A pesar de que la cúpula, como mi
brazo en el último invierno, se fracturó dejándoles el paso libre. Y ahora nos
escondemos del aire enfermo, seguro, inmersos en la felicidad de sabernos
juntos.
Te hemos
visto crecer, aprender el lenguaje de los humanos poco a poco.
Te hemos
visto cerca, muy cerca, casi apreciando la evolución de tus átomos limpios,
sumergida en la metástasis de tus pensamientos. Y antes de brindar por la
graduación de una serie de enseñanzas hechas por tu madre, quiero dibujar en la
pared blanca del comedor un paisaje extraño, natural, en donde estarán las
sardinas y los atunes de un océano extinto, posible únicamente en nuestro
imaginario. Aquí van a estar los leones pardos de otros continentes de los que tanto
te hemos leído antes de apagar la lámpara de la habitación donde descansas.
Y cuando
las personas roncas regresen después de su paseo nocturno, para continuar con
su custodia a nuestro exilio, tu madre, refugiada en sí misma, anacrónica,
preparará la cena. Y yo disimularé el pánico. Diré que me ha vuelto la alergia.
Pondremos
doble cerrojo a la puerta para que estés segura y tranquila, en compañía de tus
amigos de felpa.
Esta noche
haremos la guardia vigilando tu sueño lleno de movimientos con vida. Y yo no
podré creer que en algún punto de tu cerebro estarán despertando todas las
dudas con las que nos atormentas cuando jugamos a las preguntas durante el
almuerzo.
“¿Por qué
suena?”, dijiste en una ocasión, después de que el techo de plástico de nuestro
cubo de luz se hiciera añicos debido a la caída de un aguacero. “Porque el
cielo también llora”, respondió tu madre todavía absorta, incrédula, de que aún
pudiera haber un poco de tormenta allá, en la remota distancia, en donde Dios
claramente ya no estaba y las carreteras contenían un incendio lejano,
ancestral, apagándose suavemente, apenas tocado por la humedad que nunca ha podido
ganarle cancha a las piras del fuego.
Escafandra, 2020
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