Calle de arena- Carlos Martín Briceño


Evitaba intimar con los clientes, por eso prefirió contestar con monosílabos al viejo calvo que se empeñaba en hacerle plática mientras conducía con lentitud por la autopista de cuatro carriles. Había dudado en aceptar cuando, minutos antes, él detuvo el auto y le hizo señas para que se acercara. Finalmente se arrimó resignada hasta la puerta: iban a dar las tres de la mañana, comenzaba a lloviznar y se sentía muy débil como para esperar un taxi que la llevara a la ciudad.

            Sádico, de seguro, pensó al observar la forma en que el tipo arqueaba las cejas canosas cuando le miraba las piernas. Tres años en el negocio le habían dado cierta experiencia para distinguirlos, para adivinarles en los gestos la maldad disimulada.

            — ¿Puedo? —dijo ella, mientras alargaba la mano hacia una cajetilla de cigarros sobre el tablero del auto.

            El tabaco le dio ganas de tomar cerveza. Cuando creía que su estómago era incapaz de recibir un trago más, cuando comenzaba a sentirse indispuesta, encendía un cigarro y se le antojaba de nuevo el amargo sabor de la bebida. Miró a su derecha. La rápida sucesión del paisaje —árboles, señales, postes, casa— la condujo al pasado. Otra vez los domingos de agosto. Otra vez el abuelo recogiéndola para llevarla en tren a la playa. Ella vestida de azul y encajes, el pelo peinado en un par de gruesas trenzas. Ella, como ahora, sentada junto a la ventanilla, fingiéndose absorta en el panorama para no decir media palabra, evadiendo con movimientos de cabeza los intentos de charla de ese viejo diabético que despedía un olor a yodo y que carraspeaba constantemente. Todo igual pero distinto. Aunque se trate del mismo camino; aunque esta carretera sea la única que conduzca a Puerto Progreso, adonde acude cada noche a la busca de clientes.

            Signos inequívocos —el oxidado anuncio de cerveza, el edificio de madera con el techo de teja a punto del derrumbe, la maleza infestándolo todo— le indicaron que se acercaban a la antigua estación de ferrocarril de San Ignacio. Volvieron el pitido del tren, los pregones de los venteros, los pasos agitados de viajantes, los tacones de las mujeres sobre el piso metálico del convoy. No te me vayas a perder en este mar de gente, ¿quieres tomar algo?

            ¡Qué ganas de ser niña de nuevo, de comenzar de otra manera!

            —Dame la mano, muchacha —la voz áspera del desconocido la arrancó de sus recuerdo—. ¿Sabes? Me gusta la forma en que fumas. Acércate un poco más, ¿quieres tomar algo?

            —Doble a la derecha. Rentan cuartos un poco más adelante.

            El motel estaba en penumbra y era largo como la calle de arena donde se levantaba. No había nadie en la recepción. Un pasillo conducía a las habitaciones que se hallaban a oscuras. Escogió una llave y le pidió al viejo que la siguiera. Aquí hacía tiempo que la conocían, no era la primera vez que se tomaba ese tipo de libertades; nadie iba a molestarlos.

            — ¿Qué cuántos años tengo? ¿Quiere echar a perder las cosas? Mejor póngase cómodo, voy por unas cervezas.

            Como nunca, el corredor hacia la cocina le pareció sombrío e interminable. Varias veces tuvo que apoyarse en las paredes para no caer. Ya junto al fregadero encendió la luz y vio cómo las cucarachas corrían a esconderse bajo el refrigerador. Los insectos nunca le habían incomodado, pero alcanzó una con el pie y la sintió crujir debajo del zapato. Abrió la nevera y cogió dos cervezas. Le llamó la atención que tuvieran esa marca que desde hacía un buen tiempo no se encontraba con facilidad en el país. La dueña del hotel no era de las que se interesaban por conseguir extravagancias para los huéspedes. Destapó una y bebió. Con la frialdad del líquido en la garganta creció la pesantez en su cuerpo. Nada había cambiado. El sabor era idéntico al que a sus doce años, en ese mismo hotelito, aprendiera a tomar a pequeños sorbos. Despacio, despacio, vas a ver cómo pronto le vas a agarrar el gusto.

            ¿Tenía sentido? Alzó la botella y se bebió de un golpe el resto.

            —Ven, acércate —oyó decir al viejo cuando ella entró al cuarto, cervezas en mano—. Apaga la luz, quítate la ropa y acuéstate conmigo.

            Obedeció. Se sacó el vestido azul por encima de la cabeza y se acomodó en la cama, contra la pared.

            El hombre se incorporó, encendió un cigarro y se los ofreció.

            —Gracias —dijo ella, llevándose el tabaco hasta los labios.

            Tosió, tosió mucho, como si esta fuese la primera vez que fumara.

            —Despacio, despacio, tómate un traguito de cerveza para que se te pase el ahogo —escuchó el tono jocoso del viejo.

            Bebió rápidamente, sabiendo que al hacerlo así iba a subírsele a la cabeza.

            — ¿Estás contenta?

            —Sí, mucho.

            Una modorra espesa la obligó a cerrar los ojos y a buscar el pecho desnudo del hombre. Al cabo, la despertó aquel desagradable olor a medicina y un presentimiento cruzó con rapidez por su mente. Entre sombras se levantó y palpó con ansiedad  su propio rostro. Sobresaltada, se dio cuenta que las trenzas le habían rozado levemente las mejillas.


Los mártires del Freeway y otras historias, 2008




Carlos Martín Briceño ( Mérida, Yucatán, 1966) Narrador. Ha sido ganador de varios premios nacionales de cuento, entre los que sobresalen el Beatriz Espejo, en 2003, y el de la Universidad Autónoma de Yucatán, en 2004. También recibió una mención de honor en el 2008 en el Certamen Nacional de Cuento San Luis Potosí convocado por el Instituto Nacional de Bellas Artes. En el año 2012 obtuvo el prestigioso Premio Internacional de cuento Max Aub, y en el 2018, con su antología personal, De la vasta piel, recibió el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares. Es autor de los libros de relatos Después del aguacero (2000) Al final de la vigilia (2003 y 2006) Los mártires del Freeway y otras historias (2006 y 2008), Caída libre (2010), Montezuma´s Revenge (2012), Montezuma´s Revenge y otros deleites (2014), De la vasta piel. Antología personal (2017); de la novela La muerte del Ruiseñor (2017), del libro de ensayos Viaje al centro de las letras (2018) y de las antologías Sureste. Antología de cuento contemporáneo de la península (2017), Mérida. Palabras y miradas II y Toda  felicidad nos cuesta muertos (2020). Está incluido en diversas antologías nacionales y extranjeras de cuento entre las que sobresalen Litoral del Relámpago (2003), La otredad (2006), El espejo de Beatriz (2008) Prohibido fumar (2008), Un nudo en la garganta, quince cuentos canallas (2009), Estación Central BIS (2009), Los 43 (2015), Solo cuento VIII (2016), Cuentos para leer en navidad (2016) y El vuelo del colibrí (2016). Dos de sus libros, Caída Libre y Montezuma’s Revenge fueron incluidos por el periódico Reforma en sus listas de los mejores libros publicados en México en 2010 y en 2012, respectivamente.Desde 2019 es miembro del Sistema Nacional de Creadores del Arte.


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