BON APPETITE- Zindy Abreu
Son las cinco de la mañana. Abres los ojos a la
luz del día. Te das la vuelta. Acaricias con nostalgia el lado izquierdo de tu
casa, vacío. Tu amante en turno se esfumó de madrugada volando apresurado como
murciélago blanco entre las sabanas. Nadie se dio cuenta. Realmente no te
importa. El sexo y los hombres jóvenes son tu obsesión.
Una
voz exaltada llena tu cabeza y la habitación en la que vives. Intentas
acallarla. Te concentras en el sonido de tu respiración, dentro y fuera, como te
enseñaron. El agua fresca despeja tu mente.
Caminas
al baño acompañada de esa voz que te levanta cada mañana. Abres la regadera, el
agua caliente estimula tu piel. Jabonas tu vientre, tus caderas, tus grandes
pechos. La espuma resbala hacia tus pies, burbujea en tu pubis. Frotas tu
clítoris con el jabón que se derrite en tu mano. La voz te avisa que ya es
tarde. Un cubetazo de agua fría sacude tu cuerpo y lo empuja hacia la realidad.
Ya
es hora de vestirse. Te pones un blusón de manta, aunque sabes que más tarde lo
cambiaras por tu uniforme blanco. Tus deberes esperan.
Son
las siete en punto. Llevas casi seis meses asignada a este hospital. No es
común para una mujer como tú: madura, de piel aceitunada, y con esa cara de
muñeca de porcelana; podrías ser modelo, pero no. Aquí te sientes tranquila,
como en casa. No era así antes, cuando el pachuco de tu marido, a golpes, te
obligada a trabajar en la calle. Tu vida cambió el día que descubriste que él
fornicaba con tu hermana en la cama. Te armaste de valor y lo abandonaste
después de quitarle lo guapo con el filo de una botella rota.
Anochece.
Caminas por los pasillos del hospital. Te diriges hacia el pabellón B. Revisas
cuarto por cuarto. Conoces a casi todos los pacientes, excepto al recién
ingresado, al que tu amigo Lorena diagnostico esquizofrenia. Algunos duermen,
otros deambulan con la mirada perdida. Pasan cerca de ti rozándote las manos.
Te detienes frente a una puerta. Giras la
llave en la cerradura y entras. Observas a Frank andar a gatas alrededor de la
habitación. Busca sus piezas regadas por el suelo: un pie, una oreja, un ojo,
algunos dedos. Voltea a verte. Te pide que le devuelvas sus piezas para armar
el rompecabezas de su cuerpo. El extraño escalofrío que recorre tu columna
vertebral te impulsa a salir apresurada de la habitación.
Caminas
por los pasillos semioscuros. Te falta revisar el cuarto del paciente nuevo.
Abres la puerta. Recorres con la mirada las paredes sin ventanas, blancas y
forradas.
Encuentras
a un hombre parado en medio. Sus ojos negros se deslizan por tu cuerpo con
descaro. Una ola de calor se agolpa en tus sienes. El bulto bajo su pantalón
atrapa tu mirada. Él pasa su lengua por los labios, anticipa el sabor del
cruasán que envuelven tus bragas húmedas.
Escuchas unos pasos suaves por el pasillo acercarse a la habitación. Parpadeas con fuerza. Intentas controlar tu respiración. Ya es tarde. Los demonios que habitan tu mente despiertan encolerizados. Todo gira a su alrededor como un remolino que te arrastra hacia sus brazos.
Caminas dos pasos. Te
parece un desperdicio que un hombre con cara de niño se encuentre atado a una
camisa de fuerza, como animal apresado.
—¿ Tienes hambre¡ –preguntas, ansiosa por
escuchar su voz, mientras sueltas las amarras de su camisa de fuerza. Sus
brazos caen a sus lados como alas de murciélago que se prepara para el banquete.
Escuchas una respiración
a tus espaldas que se confunden con la tuya. Camina hacia ti, te rodea. Frank
arroja al hombre cara de niño aterrorizado hacia una esquina de la habitación.
Se acerca a ti. Te arranca la ropa. Tus pechos se balancean antes sus ojos. Sus
manos amasan tu cuerpo sin que puedas detenerlo. Te retuerces atrapada bajo su
peso abrumador que te empuja hacia el suelo. Sientes la presión de su pene endurecido en tu pubis.
Tus gritos se ahogan
entre las paredes forradas.
Te agarra del pelo,
inmovilizando tu cuello. Miras su boca hambrienta, busca acercarse a tus
labios. Sientes su lengua profanar tu boca. No puedes respirar. Golpeas sus
costados con tus puños. Atrapa tu carne entre sus dientes. Da un tirón. Arqueas
el cuerpo impotente ante el dolor. Tus manos se agitan en el espacio. Sacudes
tu cabeza aventando gotas de sangre que decoran las paredes blancas de la
habitación. Observas un trozo de carne, músculo y venas molidos entre sus
dientes, como carne a la boloñesa, que traga con placer. Es tu lengua.
Miras sus labios
enrojecidos bajar hacia tus pechos. Repliegas los hombros. Quieres esconder tus
senos tras tus huesos. Succiona tus pezones, los muerde. Tu sangre, como vino
tinto, le ayudará a pasar el bocado de uvas exprimidas que paladea con su
lengua pegajosa.
Con su rodilla abre tus
piernas flácidas, te penetra. Como una sanguijuela lame el rastro de sangre que
escurre de tu boca. Se detiene en tu ojo
izquierdo. Tu córnea descorchada cede. Escuchas el chasqueo de tu esfera blanca
y gelatinosa pasear por su boca. Explota en tus dientes, como escargot que deglute sin problemas.
Unos pasos apresurados
se acercan por los pasillos. La puerta se abre de golpe. Doctoras y enfermeras
entran alarmados a la habitación. Encuentran al paciente nuevo, acurrucado en
una esquina, balanceándose de un lado a otro con la mirada fija en ti, la que
todos conocen de años.
Pegado al colchón de la
pared, bañado con tu sangre y satisfecho descubren a Frank. Ahora tiene en su
poder las piezas que la hacían falta a su rompecabezas.
Perversiones, 2019


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