Afonía y El domesticador - 2 cuentos de Víctor Garduño
Afonía
Sin
lenguaje no hay hombre
JULIO CORTÁZAR
Rayuela
Me
nombraban de diferentes maneras, hasta me decían perro. Sin embargo, ahora, más
veces me ignoran por completo. Ya no sólo mi nombre es desdeñado, sino también
mi existencia.
Antes
David, Marianita…todos compartían el bocado conmigo. Me bastaba abrir la boca y
sin yo decirlo directamente, notaban mi apetito y al momento hacían los
indispensable para matarlo. Recuerdo que incluso me dedicaron parte de sus
planes y en alguna ocasión, entre licores y risas, dijeron que debían buscarme
una novia.
Pero
sucedió que mi voz se opacó, descaminó los escalones del ruido hasta apagarse
por completo. Traté de frenar ese descenso gradual, mas fue inútil; en lugar de
sonidos, tan sólo conseguí rociar gotas de saliva indescifrables.
Al
bajar hacia el silencio dejé también el mundo de ellos. Primero mi presencia
fue un estorbo, al tropezar conmigo era cuando me bautizaban con seudónimos o
insultos. Yo empecé a reducir el perímetro que acostumbraba recorrer. Después,
las contadas fechas que estuve en sus palabras fuero para deplorar mi suerte
muda. Y yo seguí recreído antes, pero el vivir silente me consume, cada vez
empequeñece más el lugar que ocupo. Por último, creo que ni se acuerdan de mí,
no tienen el conocimiento de nuestra convivencia. Si acaso en sus cerebros
mantengo una luz, ésta es nada más una chispita que se traduce en el temor
personal a la mudez, a no poder herir al viento con sonidos.
Yo
mismo no me encuentro, no sé si estoy en un rincón o en otro. Si al menos hiciera algún ruido
para cerciorarme de que estoy aquí…Algo sonoro, en lugar de esta aspersión
ininteligible, siquiera un lamento.
El
domesticador.
Años de llevar un cajón
vacío
por el mundo, años de escribir
y callar pensando que las
piezas
y los muebles quizá no nos
recuerden.
FERNANDO ALEGRÍA
Es lo mínimo
En un momento los olores familiares relajaron mi cuerpo y casi dejé de sentir los dolorcitos que me fastidiaron durante la caminata que, por fortuna, terminé al dejar el crepúsculo de la calle con su calor meridano.
Dos seres pequeños, encandilados por los audífonos y por la pantalla que los absorbe, ignoraron mi entrada al recibidor, mis pasos fueron discretos, pero no mi presencia que se les untó en los pantalones, sin embargo, crucé sin que alguno moviera la boca o los ojos. Cansado de las intermitencias que se encienden con el sol y se apagan en el poniente, sólo lamenté en silencio mi insignificancia y llegué a la cocina para encontrarme con Gloria, quien en lugar de un saludo dijo nada más “ah, ya llegaste”. Gloria sacó del refrigerador la leche que tomo todas las noches y me la dio sin calentar. Rechacé el aguacal helado luego que ella, desdeñosa, asentó el trasto que da forma al líquido y giró media vuelta para abrir la llave del fregadero. Y salí silencioso, sin comprender, ya que durante todo el día esperé a mi regreso una caricia suya; cosa que imaginé anoche al saborear sus aullidos de gata, después que separó sus piernas desnudas al borde de la cama y colocó sus talones en la orilla. Pero nada había cambiado.
Atravesé la sala por el mismo
camino que traje, sin romper la función del televisor. Me detuve en el jardín.
Subí al muro lleno de enredaderas que sostiene la reja del garaje sin techo y
sin coche, y miré al espejo nocturno del sol al estirarme, antes de maullar
recio para intentar domesticarlos.
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