Campo de fresas-Liliana Blum
La noche en que mi padre moría en el hospital, yo limpiaba el arenero de los gatos. Al menos me gusta imaginar que en el preciso momento en que su corazón dejó de latir, yo levantaba la mierda gatuna sin dedicarle siquiera un pensamiento. Aquella noche salí de mi clase de Sociología de Grupos, en donde estudiábamos a los Oneida, los Amish, y a la familia Manson. Para evitar conversaciones en el transporte público, leí algunas páginas del maltratado paperback de Bugliosi en el camino a la casa de Pepita. Abrí con mi propia llave, puse mi mochila en el piso, y llevé la bolsa de víveres a la cocina. No dije nada porque con frecuencia ella suele dormitar y se sobresalta tanto con cualquier ruido, que temo que su corazón se detenga en una de ésas. Encontré la sala a oscuras e iluminándose con los brillos intermitentes de la televisión. La novela de las ocho de la noche apenas comenzaba: mi hora de llegada.
Este trabajo de cuidar a la anciana no estaba nada mal. Sus hijos, ocupados con sus propias vidas, me contrataron por visitarla a diario. Era mi deber alimentar a los cinco gatos que transitaban con libertad a través de la ventana de la cocina, asegurarme que tuvieran comida y agua, limpiar el arenero y hacerle las compras a la anciana, que era en realidad muy independiente y sólo requería ayuda para cambiar algún foco fundido, mover un objeto pesado o enhebrar una aguja. Supongo que yo daba la impresión de ser una buena chica, paciente y modosa, que no estrangularía a su madre con el cable de la plancha para luego huir con su tarjeta de descuento de la tercera edad, los ahorros dentro de la cajita metálica arriba del piano, la foto autografiada del Juan Pablo II, y la figura del Sagrado Corazón que parece abrazar a quienquiera que entra a la casa. Para mí, el trabajo era sólo un ingreso extra que me permitía gastar sin poner mucha atención a mis caprichos. Después de todo, tenía la beca de la universidad y el dinero culposo de mamá, que aseguraba que era su obligación cerciorarse de que yo tuviera una buena educación sin pasar penurias. Pero cuidar de Pepita también tenía el efecto secundario de hacerme acreedora a elogios de extraños y de conocidos, que alababan mi caridad. Trabajar para una ancianita me volvía un dechado de virtudes ante los ojos de los demás y en algunos días, eso es algo que se aprecia tanto como un buen masaje de pies.
Cuando Pepita escuchó a los gatos maullar por mi presencia, extrajo su cuerpo del sofá con cierta dificultad y encendió la luz. Lo normal es que me salude con un buenas-noches-mijita antes de ofrecerme pan dulce y nescafé con leche, además de agradecerme mi puntualidad. No es sano que una jovencita como tú esté así de flaca, dice. Mi respuesta es enarbolar mi talla nueve como una excusa, pero siempre termino comiendo un cochinito de jengibre con un vaso de leche al final. Luego ella suele comenzar con su diatriba contra la gente que llega tarde a todos lados, y con la decadencia de la juventud de hoy. Pero esa noche vi en la cara de Pepita aquella misma expresión de cuando Milo, el gato naranja con rayas, salió para no volver.
¿Pasa algo?, dije mientras abría una lata de atún.
Pepita tiene el cabello corto y canoso y por lo regular lo lleva en un peinado infantil, con broches con forma de flores. Siempre evito mirarla porque no me gusta pensar en ella como un ser patético, así que me concentré en mezclar el atún con las croquetas para gatos.
Acaban de internar a tu papá en el hospital. Está muy grave.
Puse el plato en el suelo y los gatos se juntaron alrededor con sus colas en alto como los rayos de un sol ondulante. Mi madre había insistido en que dejara un teléfono donde me pudieran localizar. No es una oficina, le dije. Aunque sufre de una compulsión por saber en dónde me encuentro exactamente a cada hora del día, niega lo que sucedió bajo el techo de su misma casa durante tantas noches. No fueron las relaciones sexuales metódicamente arregladas, como en la comunidad Oneida, pero igual se permitían; no con una lista previamente concertada, sino con los ojos cerrados. Al final terminé dándole el número de Pepita, sólo para dejar de escuchar su voz. Siempre estuvo ausente de mi vida y pensé que seguiría siendo así: no creí que fuera a llamar.
Gracias por avisarme, dije y me senté en la mesa, con la libreta de las compras y un bolígrafo. Lo apreté con fuerza hasta que mis dedos se pusieron rojos. ¿Qué cosas va a necesitar que le traiga mañana?
Tu papá está en el hospital. No tienes que venir, dijo tocándome el antebrazo.
Es raro pensar que está sufriendo, dije. Pude ver que algo oscuro y problemático comenzaba a concentrarse en sus ojos, pero eso no me impidió seguir. Uno siempre piensa en los papeles como inamovibles, ¿sabe? Sobre todo cuando duran muchos años. No pude evitar mirar el suelo al decir esto. Pero luego fijé la miré en ella y terminé: Así que la noticia que me da es una revolución para mí, doña Pepita.
Dudo que pudiera entenderme. Tal vez lo único que podía captar era el tono de mi voz y mi reacción, que no era la de una buena hija. Vi las orugas moradas de sus venas y su piel con manchas. Su esposo lleva más de diez años muerto, pero Pepita conserva la argolla matrimonial en el dedo arrugado. Así eran las manos de las brujas en mis libros infantiles.
Se puso de pie y se dirigió al refrigerador. Los gatos se le enredaron en las piernas: les encantaba meterse y olisquear los recipientes con sobras de guisos. O tal vez lo hacían para refrescarse. Ella se detuvo antes de abrir la puerta y sacar un frasco de insulina. Esperó a que los gatos salieran y cerró. Volvió a sentarse junto a mí. Se levantó la manga dejando al descubierto la piel reseca y flácida de su brazo. Yo preparé la jeringa. La aguja entró fácilmente en su carne y yo apreté el émbolo con demasiada fuerza. Ella dio un pequeño gemido y se acomodó la blusa.
Doña Pepita, le prometí a sus hijos que no faltaría a mi trabajo. Dígame, ¿qué le traigo del súper?
Mija, mija, mija.
Su cara pálida y arrugada era todo lo que quedaba de una belleza que hace mucho se había ido. La anciana entornó los ojos meneando la cabeza de un lado a otro y luego hizo un movimiento con la boca para reajustarse la dentadura. Cuando era niña pensaba que antes de irse a dormir los abuelos se bebían el vaso con dientes sobre el buró. También creía que alguien iba a venir a rescatarme cuando mi padre llegaba a sentarse en la orilla de mi cama. La infancia es un mar de malentendidos.
¿Ya le conté que los miembros de la familia que formó Manson escribían en las paredes la palabra “cerdo” con la sangre de sus víctimas?, le dije con el mismo tono de quien comparte un chisme familiar.
Pepita se puso de pie en silencio y me dedicó una mirada de reproche antes de salir de la cocina. Tal vez los años sí terminan por producir un poco de sabiduría en las personas, si acaso como efecto secundario. La escuché murmurar algo sobre mi descenso hasta la parte del Infierno donde se calcinarán los hijos ingratos. Encendió la televisión y fingió interesarse en su novela. Increíblemente, comenzó a granizar poco después. Por un momento me quedé allí, mirando hipnotizada por la ventana cómo esos misiles blancos golpeaban todo lo golpeable allá afuera.
Realicé un pequeño inventario de los contenidos del refrigerador y de la alacena para hacer una lista provisional. Casi siempre eran las mismas cosas, a menos que Pepita quisiera algo en especial, como una veladora, un jarabe, o algún té milagroso. Le llevé su merienda en una charola, pero no se dio por enterada y siguió mirando la pantalla, el cuello tenso y los labios apretados. Si creía que yo iba a caer en el chantaje e iba a sentarme a negociar su alimentación por una visita a mi padre, estaba muy equivocada. En ese momento no me podría importar menos si ella decidía no volver a comer jamás.
Me dirigí al baño y comencé a limpiar la caja de arena. Los gatos me vigilaban desde cierta distancia, nerviosos. Escuché sonar el teléfono en la recámara. Caminé lentamente, esperando que sonara varias veces y quien sea que fuera, se diera por vencido y colgara. Pero el timbre no cesaba. Pensé que Pepita me gritaría que me apurara a contestar, pero persistió en su afán de mudez. Levanté la bocina: era la voz de Moira. No me saludó ni me preguntó cómo estaba. Lo primero que me dijo fue que mi madre llamó a nuestro departamento para darme la mala noticia.
¿Se le rompió una uña?
No, se murió tu papá.
Después de eso, mi amiga se quedó callada. No la culpo, lo normal en una conversación sería que yo dijera algo, pero permanecí en silencio escuchando la sangre correr dentro de mi cuerpo, el sonido de mi garganta al tragar saliva, la vida que persistía en mí. No sé cuántas veces deseé escuchar las palabras que Moira recién había pronunciado.
¿Sigues allí, Noelia?
Sí.
No sé qué decirte, se excusó.
Tengo que tirar una bolsa llena de caca de gato, te veo luego.
Colgué con suavidad el auricular para ir al baño a terminar de una vez con la caja de arena. Comencé a experimentar náuseas por el olor del arenero: todos mis sentidos estaban exacerbados y eso no era necesariamente malo. Lo de los gatos era ofensivo para mi nariz, pero mi piel percibía de una forma casi erótica el roce de mi ropa y mis oídos se maravillaban por el sonido de los pájaros afuera, retornando a sus nidos para pasar la noche. La parte fisiológica de mi persona celebraba el milagro de estar viva. Pero no iba a recibir ningún regalo ni siquiera un abrazo: cuando iba a salir, encontré a Pepita de pie en el umbral, con las manos cruzadas sobre el pecho, bloqueándome el paso. A juzgar por la expresión en su rostro, era claro que había estado escuchando mi parte de la conversación.
Me miró de arriba abajo con una pausa entre mi cara y mis piernas, como si en esa zona de mi cuerpo se encontrara la razón de la ingratitud hacia mi padre. Pero yo no iba a sincerarme con una amante de los gatos y del cereal alto en fibra. Cuando se lo conté a mamá, ella dijo que no tenía tiempo para mis tonterías. Ningún padre se sienta en la cama de su hija para masturbarse con la mano de ella mientras duerme. Eso era una mentira que me llevaría al manicomio si yo la seguía repitiendo, me advirtió. Luego se fue con el estilista. Nunca nadie le ha visto el cabello creciendo con un color distinto y aquel día no iba a ser la primera vez.
En cambio, con mi padre sí la hubo y no había nada que me indicara que sería la última. La vida se sucedía con sus horas y semanas y sus meses; aquella rutina sólo podía romperse con la muerte de uno de los dos, pero tanto él como yo seguíamos existiendo. La vida es terca y el tiempo pasa con lentitud pasmosa cuando alguien usa tu mano para eyacular. Un instinto bovino me arrastró a actuar de forma normal a la vista de otros, de un día hasta el siguiente, realizando actividades básicas, como bañarme, comer, ir a la escuela. Cuando él se masturbaba con mi mano, yo pretendía dormir. Nunca se me ocurrió hacer otra cosa. A los ocho años, el miedo congela. A lo mejor por eso él creyó que era seguro ir más allá y comenzó a levantar la sábana mientras yo apretaba un osito de peluche entre mis piernas. Desde luego no era la mejor barrera porque él entraba en mí de todas formas.
Recuerdo su respiración de fumador en mi oído como un ronroneo que nunca se iba. Los minutos se alargaban, el dolor me hacía cerrar los ojos con fuerza y era entonces cuando deseaba su muerte. O la mía, pero jamás tuve el valor para suicidarme. Mi fantasía era morirme cuando mis padres estuvieran de viaje, para que encontraran el cuerpo ya bastante descompuesto al llegar. El olor impregnaría los muebles y la única opción sería deshacerse de la alfombra. Un cadáver ya no es asunto del que alguna vez habitó en él.
Permiso, por favor.
Después de unos segundos, Pepita se movió para darme el paso. Me colgué la mochila en la espalda y tomé la bolsa de basura para dejarla en los botes comunales al salir. No le di las gracias ni ella a mí. Para ella y para muchos otros, yo no era más que una hija ingrata. El fruto de una sociedad donde ya no había valores. Una mujer que pertenecía a una generación egoísta y superficial. Mi actitud le provocaba la misma repulsión que a mí el hedor de la bocina del teléfono de su casa, una concentración de su aliento podrido a lo largo de los años.
Le voy a decir a mis hijos que busquen otra persona que me ayude.
Sí.
No había ira en sus ojos, sólo una especie de cautela. Tal vez incluso había una cierta esperanza de que ante la amenaza de perder mi trabajo yo pudiera recapacitar con respecto a mi padre. La cara de la anciana no se asentaba en ninguna expresión, sino que se sostenía como en el aire, tentativamente ambigua. Supongo que sufría un miedo extrapolado de que sus hijos reaccionaran de la misma forma ante su propia muerte. La pobre no tenía idea.
Los gatos se frotaron contra mis piernas y maullaron como cuando tienen hambre. Ya no tendría que oírlos. Podría volver a respirar sin cuidarme de sus pelos. No volvería a esa casa que apestaba a orines felinos y humanos. Sonreí. Todo mi rostro se contrajo en una sonrisa. Luego salí de la casa y el silencio de la oscuridad me envolvió en seguida. Tiré la bolsa de plástico junto con la lista de los víveres, y comencé a caminar por las banquetas húmedas. El granizo acumulado en las orillas ya se estaba derritiendo. La ciudad se veía igual que siempre, pero ese día no me hizo sentirme hueca, como suele hacer. Más bien fue como andar por en un campo de fresas, al fin, con el corazón hecho un puño de paz.
No me pases de largo, 2013

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