El mundo antiguo -José Emilio Pacheco
Primer Capítulo de Las batallas en el desierto.
I.
El
mundo antiguo
Me
acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél? Ya había supermercados pero no
televisión, radio tan sólo: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, El Llanero
Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de
las calles de México, Panseco, El Doctor I. Q., La Doctora Corazón desde su
Clínica de Almas. Paco Malgesto narraba las corridas de toros, Carlos Albert
era el cronista de futbol, el Mago Septién trasmitía el béisbol. Circulaban los
primeros coches producidos después de la guerra: Packard, Cadillac, Buick,
Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge, Plymouth, De Soto. Íbamos a ver
películas de Errol Flynn y Tyrone Power, a matinés con una de episodios
completa: La invasión de Mongo era mi predilecta. Estaban de moda Sin ti, La
rondalla, La burrita, La Múcura, Amorcito Corazón. Volvía a sonar en todas
partes un antiguo bolero puertorriqueño: Por alto esté el cielo en el mundo,
por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor
profundo no rompa por ti.
Fue el año de la
poliomielitis: escuelas llenas de niños con aparatos ortopédicos; de la fiebre
aftosa: en todo el país fusilaban por decenas de miles reses enfermas; de las
inundaciones: el centro de la ciudad se convertía otra vez en laguna, la gente
iba por las calles en lancha. Dicen que con la próxima tormenta estallará el
Canal del Desagüe y anegará la capital. Qué importa, contestaba mi hermano, si
bajo el régimen de Miguel Alemán ya vivimos hundidos en la mierda.
La cara del
Señorpresidente en dondequiera: dibujos inmensos, retratos idealizados, fotos
ubicuas, alegorías del progreso con Miguel Alemán como Dios Padre, caricaturas
laudatorias, monumentos. Adulación pública, insaciable maledicencia privada.
Escribíamos mil veces en el cuaderno de castigos: Debo ser obediente, debo ser
obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis maestros. Nos enseñaban
historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los ríos (aún quedaban
ríos), las montañas (se veían las montañas). Era el mundo antiguo. Los mayores
se quejaban de la inflación, los cambios, el tránsito, la inmoralidad, el
ruido, la delincuencia, el exceso de gente, la mendicidad, los extranjeros, la
corrupción, el enriquecimiento sin límite de unos cuantos y la miseria de casi
todos. Decían los periódicos: El mundo atraviesa por un momento angustioso. El
espectro de la guerra final se proyecta en el horizonte. El símbolo sombrío de
nuestro tiempo es el hongo atómico. Sin embargo había esperanza. Nuestros
libros de texto afirmaban: Visto en el mapa México tiene forma de cornucopia o
cuerno de la abundancia. Para el impensable año dos mil se auguraba — sin
especificar cómo íbamos a lograrlo — un porvenir de plenitud y bienestar
universales. Ciudades limpias, sin injusticia, sin pobres, sin violencia, sin
congestiones, sin basura. Para cada familia una casa ultramoderna y
aerodinámica (palabras de la época). A nadie le faltaría nada. Las máquinas
harían todo el trabajo. Calles repletas de árboles y fuentes, cruzadas por
vehículos sin humo ni estruendo ni posibilidad de colisiones. El paraíso en la
tierra. La utopía al fin conquistada.
Mientras tanto nos
modernizábamos, incorporábamos a nuestra habla términos que primero habían
sonado como pochismos en las películas de Tin Tan y luego insensiblemente se
mexicanizaban: tenquíu, oquéi, uasamara, sherap, sorry, uan móment pliis.
Empezábamos a comer hamburguesas, pays, donas, jotdogs, malteadas, áiscrim,
margarina, mantequilla de cacahuate. La cocacola sepultaba las aguas frescas de
jamaica, chía, limón. Los pobres seguían tomando tepache. Nuestros padres se
habituaban al jaibol que en principio les supo a medicina. En mi casa está
prohibido el tequila, le escuché decir a mi tío Julián. Yo nada más sirvo
whisky a mis invitados: hay que blanquear el gusto de los mexicanos.
Las batallas en el desierto, 1981


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