Una amistad sincera - Clarice Lispector
No es que fuésemos amigos
desde hacía mucho tiempo. Nos conocimos tan solo en el último año de la
escuela. Desde ese momento estábamos juntos a cualquier hora. Hacía tanto que
necesitábamos a un amigo que nada había que no nos confiáramos el uno al otro.
Llegamos a un punto de amistad en que ya no podíamos esconder un pensamiento:
enseguida uno llamaba por teléfono al otro, marcando una cita inmediata.
Después de la charla, nos sentíamos tan contentos como si nos hubiéramos
regalado a nosotros mismos. Ese estado de comunicación continua llegó a tal
exaltación que, el día en que nada teníamos para confiarnos, buscábamos con
cierta aflicción un asunto. Solo que el asunto tenía que ser serio, pues no
cabría en cualquiera la vehemencia de la sinceridad experimentada por primera
vez.
Ya en ese
tiempo aparecieron las primeras señales de perturbación entre nosotros. Algunas
veces uno llamaba por teléfono, nos encontrábamos, y nada teníamos que
decirnos. Éramos muy jóvenes y no sabíamos quedarnos callados. Desde el
principio, cuando comenzó a faltarnos tema, intentamos comentar sobre las
personas. Pero bien sabíamos que ya estábamos adulterando el núcleo de la
amistad. Tratar de hablar sobre nuestras mutuas novias también estaba fuera de
la cuestión, pues un hombre no hablaba de sus amores. Probamos quedarnos
callados; pero nos poníamos inquietos a poco de separarnos.
Mi soledad, a la vuelta de tales encuentros,
era grande y árida. Llegué a leer libros tan solo para poder hablar de ellos.
Pero una amistad sincera deseaba la sinceridad más pura. Buscándole, comenzaba
a sentirme vacío. Nuestros encuentros eran cada vez más decepcionantes. Mi
sincera pobreza se revelaba poco a poco. También él, yo lo sabía, había llegado
al punto muerto de sí mismo.
Fue
entonces cuando, habiéndose mudado mi familia para São Paulo, y viviendo él
solo, pues su familia era de Piauí, fue entonces cuando lo invité a vivir en
nuestro apartamento, que había quedado bajo mi custodia. Qué alborozo de alma.
Radiantes, arreglábamos nuestros libros y discos, preparábamos un ambiente
perfecto para la amistad. Después de que todo estuvo listo, henos aquí dentro
de casa, de brazos caídos, mudos, llenos tan solo de amistad.
Queríamos
tanto salvar al otro. La amistad es materia de salvación.
Pero todos
los problemas ya habían sido tratados, todas las posibilidades estudiadas. Tan
solo teníamos esa cosa que habíamos buscado sedientos hasta entonces y
finalmente encontrado: una amistad sincera. Único modo, sabíamos, y con qué
amargura lo sabíamos, de salir de la soledad que un espíritu encierra en el
cuerpo.
Pero cómo
se nos revelaba sintética la amistad. Como si quisiéramos desparramar en un
largo discurso una evidencia que una palabra agotaría. Nuestra amistad era tan
insoluble como la suma de dos números: inútil querer desarrollar para más de un
momento la certeza de que dos y tres son cinco.
Intentamos
organizar algunas juergas en el apartamento, pero no solo los vecinos
protestaron, sino que no sirvió de nada.
Si al menos
pudiéramos hacernos favores uno al otro. Pero no había oportunidad ni creíamos
en pruebas de una amistad que no precisaba de ellas. Lo más que podíamos hacer
era lo que hacíamos: saber que éramos amigos. Cosa que no bastaba para llenar
los días, sobre todo las largas vacaciones.
Data de
esas vacaciones el comienzo de la verdadera aflicción.
Él, a quien
yo nada podía dar más que mi sinceridad, él llegó a ser una acusación de mi
pobreza. Para colmo, la soledad de uno al lado del otro, oyendo música o
leyendo, era mucho mayor que cuando estábamos solos. Y, por encima de todo,
incómoda. No había paz. Yendo después cada uno hacia su cuarto, con alivio ni
nos mirábamos.
Es verdad
que hubo una pausa en el curso de las cosas, una tregua que nos dio más
esperanzas de las que en realidad cabría esperar. Fue cuando mi amigo tuvo un
pequeño problema con la alcaldía. No es que fuese grave, pero nosotros lo
hicimos grave para usarlo mejor. Porque entonces ya habíamos caído en la
facilidad de hacernos favores. Anduve entusiasmado por las oficinas de los
conocidos de mi familia, consiguiendo influencias para mi amigo. Y cuando
comenzó la fase de sellar papeles, corrí por toda la ciudad: puedo en
conciencia decir que no hubo firma que se legalizase sin ser a través de mi
mano.
En esa
época nos encontrábamos de noche en casa, exhaustos y animados: contábamos las
hazañas del día, planeábamos los ataques siguientes. No profundizábamos mucho
en lo que estaba sucediendo, bastaba que todo eso tuviese la marca de la
amistad. Creí comprender por qué los novios se hacen regalos, por qué el marido
se empeña en dar comodidades a la esposa, y esta le prepara afanosa la comida,
por qué la madre exagera los cuidados al hijo. Fue, por otra parte, en ese
periodo cuando, con algún sacrificio, di un pequeño broche de oro a la que hoy
es mi mujer. Solo mucho tiempo después iba a comprender que estar también es dar.
Terminado
el problema con la alcaldía —de paso sea dicho, con nuestra victoria—, seguimos
uno al lado del otro, sin encontrar aquella palabra que entregaría el alma.
¿Entregaría el alma? Pero a fin de cuentas, ¿quién quería entregar el alma?
Vaya, vaya.
Finalmente,
¿qué queríamos? Nada. Estábamos fatigados, desilusionados.
Con el
pretexto de unas vacaciones con mi familia, nos separamos. Por otra parte,
también él se iba a Piauí. Un apretón de manos conmovido fue nuestro adiós en
el aeropuerto. Sabíamos que no nos veríamos más, sino por casualidad. Más que
eso: que no queríamos volver a vernos. Y sabíamos también que éramos amigos.
Amigos
sinceros.
La legión extranjera, 1964
Comentarios
Publicar un comentario