Lo secreto - María Luisa Bombal
Sé muchas cosas que nadie sabe.
Conozco del mar, de la
tierra y del cielo infinidad de secretos pequeños y mágicos.
Esta vez, sin embargo,
no contaré sino del mar.
Aguas abajo, más debajo
de la honda y densa zona de tinieblas, el océano vuelve a iluminarse. Una luz
dorada brota de gigantescas esponjas, refulgentes y amarillas como soles.
Toda clase de plantas y
de seres helados viven allí sumidos en esa luz de estío glacial, eterno…
Actinias verdes y rojas
se aprietan en anchos prados a los que se entrelazan las transparentes medusas
que no rompieran aún sus amarras para emprender por los mares su destino
errabundo.
Duros corales blancos se
enmarañan en matorrales estáticos por donde se escurren peces de un terciopelo
sombrío que se abren y cierran blandamente, como flores.
Veo hipocampos. Es
decir, diminutos corceles de mar, cuyas crines de algas se esparcen en lenta
aureola alrededor de ellos cuando galopan silenciosos.
Y sé que si se llegaran
a levantar ciertas caracolas grises de forma anodina puede encontrarse debajo a
una sirenita llorando.
Y ahora recuerdo,
recuerdo cuando de niños, saltando de roca en roca, refrenábamos nuestro
impulso al borde imprevisto de un estrecho desfiladero. Desfiladero dentro del
cual las olas al retirarse dejaran atrás un largo manto real hecho de espuma,
de una espuma irisada, recalcitrante en morir y que susurraba, susurraba… algo
así como un mensaje.
¿Entendieron ustedes
entonces el sentido de aquel mensaje?
No lo sé.
Por mi parte debo
confesar que lo entendí.
Entendí que era el
secreto de su noble origen que aquella clase de moribundas espumas trataban de
suspirarnos al oído…
—Lejos, lejos y profundo
—nos confiaban— existe un volcán submarino en constante erupción. Noche y día
su cráter hierve incansable y soplando espesas burbujas de lava plateada hacia
la superficie de las aguas…
Pero el principal
objetivo de estas breves líneas es contarles de un extraño, ignorado suceso,
acaecido igualmente allá en lo bajo.
Es la historia de un
barco pirata que siglos atrás rodara absorbido por la escalera de un remolino,
y que siguiera viajando mar abajo entre ignotas corrientes y arrecifes
sumergidos.
Furiosos pulpos
abrazábanse mansamente a sus mástiles, como para guiarlo, mientras las esquivas
estrellas de mar animaban palpitantes y confiadas en sus bodegas.
Volviendo al fin de su
largo desmayo, el Capitán Pirata, de un solo rugido, despertó a su gente.
Ordenó levar ancla.
Y en tanto, saliendo de
su estupor, todos corrieron afanados, el Capitán en su torre, no bien paseara
una segunda mirada sobre el paisaje, empezó a maldecir.
El barco había encallado
en las arenas de una playa interminable, que un tranquilo claro de luna, color
verde-umbrío, bañaba por parejo.
Sin embargo había aún
algo peor:
Por doquiera revolviese
el largavista alrededor del buque no encontraba mar.
—Condenado Mar
—vociferó—. Malditas mareas que maneja el mismo Diablo. Mal rayo las parta.
Dejarnos tirados costa adentro… para volver a recogernos quién sabe a qué
siniestra malvenida hora…
Airado, volcó frente y
televista hacia arriba, buscando cielo, estrellas y el cuartel de servicio en
que velara esa luna de nefando resplandor.
Pero no encontró cielo,
ni estrellas, ni visible cuartel.
Por Satanás. Si aquello
arriba parecía algo ciego, sordo y mudo… Si era exactamente el reflejo
invertido de aquel demoníaco, arenoso desierto en que habían encallado.
Y ahora, para colmo, esta
última extravagancia. Inmóviles, silenciosas, las frondosas velas negras,
orgullo de su barco, henchidas allá en los mástiles cuan ancho eran… y eso que
no corría el menor soplo de viento.
—A tierra. A tierra la
gente —se le oye tronar por el barco entero—. Cargar puñales, salvavidas. Y a
reconocer la costa.
La plancha prestamente
echada, una tripulación medio sonámbula desembarca dócilmente; su Capitán
último en fila, arma de fuego en mano.
La arena que hollaran,
hundiéndose casi al tobillo, era fina, sedosa, y muy fría.
Dos bandos. Uno marcha
al Este. El otro, al Oeste. Ambos en busca del Mar. Ha ordenado el Capitán.
Pero…
—Alto —vocifera
deteniendo el trote desparramado de su gente—. El Chico acá de guardarrelevo. Y
los otros proseguir. Adelante.
Y El Chico, un
muchachito hijo de honestos pescadores, que frenético de aventuras y fechorías
se había escapado para embarcarse en «El Terrible» (que era el nombre del barco
pirata, así como el nombre de su capitán), acatando órdenes, vuelve sobre sus
pasos, la frente baja y como observando y contando cada uno de ellos.
—Vaya el lerdo… el
patizambo… el tortuga —reta el Pirata una vez al muchacho frente a él; tan
pequeño a pesar de sus quince años, que apenas si llega a las hebillas de oro
macizo de su cinturón salpicado de sangre.
«Niños a bordo» —piensa
de pronto, acometido por un desagradable, indefinible malestar.
—Mi Capitán —dice en
aquel momento. El Chico, la voz muy queda—, ¿no se ha fijado usted que en esta arena
los pies no dejan huella?
— ¿Ni que las velas de
mi barco echan sombra? —replica éste, seco y brutal.
Luego su cólera parece
apaciguarse de a poco ante la mirada ingenua, interrogante con que El Chico se
obstina en buscar la suya.
—Vamos, hijo —masculla,
apoyando su ruda mano sobre el hombro del muchacho
—.El mar no ha de tardar…
—Sí, señor —murmura el
niño, como quien dice: Gracias.
Gracias. La palabra
prohibida. Antes quemarse los labios. Ley de Pirata.
« ¿Dije gracias?» —se pregunta
El Chico, sobresaltado.
« ¡Lo llamé hijo!» —piensa
estupefacto el Capitán.
—Mi Capitán —habla de
nuevo El Chico—, en el momento del naufragio… Aquí el Pirata parpadea y se
endereza brusco.
—… del accidente, quise
decir, yo me hallaba en las bodegas. Cuando me recobro, ¿qué cree usted? Me las
encuentro repletas de los bichos más asquerosos que he visto…
— ¿Qué clase de bichos?
—Bueno, de estrellas de
mar… pero vivas. Dan un asco. Si laten como vísceras de humano recién
destripado… Y se movían de un lado para otro buscándose, amontonándose y hasta
tratando de atracárseme…
—Ja. Y tú asustado, ¿eh?
—Yo, más rápido que
anguila, me lancé a abrir puertas, escotillas y todo; y a patadas y escobazos
empecé a barrerlas afuera. ¡Cómo corrían torcido escurriéndose por la arena!
Sin embargo, mi Capitán, tengo que decirle algo… y es que noté… que ellas sí
dejaban huellas…
El Terrible no contesta.
Y lado a lado ambos
permanecen erguidos bajo esa mortecina verde luz que no sabe titilar, ante un
silencio tan sin eco, tan completo, que de repente empiezan a oír.
A oír y sentir dentro de
ellos mismos el surgir y ascender de una marea desconocida. La marea de un
sentimiento del que no atinan a encontrar el nombre. Un sentimiento cien veces
más destructivo que la ira, el odio o el pavor. Un sentimiento ordenado,
nocturno, roedor. Y el corazón a él entregado, paciente y resignado.
—Tristeza —murmura al
fin El Chico, sin saberlo. Palabra soplada a su oído.
Y entonces, enérgico,
tratando de sacudirse aquella pesadilla, el Capitán vuelve a aferrarse del
grito y del mal humor.
—Chico, basta. Y
hablemos claro. Tú, con nosotros, aprendiste a asaltar, apuñalar, robar e
incendiar… sin embargo, nunca te oí blasfemar.
Pausa breve; luego bajando
la voz, el Pirata pregunta con sencillez.
—Chico, dime, tú has de
saber… ¿En dónde crees tú que estamos?
—Ahí donde usted piensa,
mi Capitán —contesta respetuosamente el muchacho…
—Pues a mil millones de
pies bajo el mar, caray —estalla el viejo Pirata en una de esas sus famosas,
estrepitosas carcajadas, que corta súbito, casi de raíz.
Porque aquello que quiso
ser carcajada resonó tremendo gemido, clamor de aflicción de alguien que,
dentro de su propio pecho, estuviera usurpando su risa y su sentir; de alguien
desesperado y ardiendo en deseo de algo que sabe irremisiblemente perdido.
La última niebla, 1944
María Luisa Bombal (Viña del Mar, Chile, 1910- Santiago de Chile, 1980) Escritora chilena perteneció a la narrativa de la llamada Generación de 1942. A los doce años, tras la muerte de su padre, pasó a cursar estudios en París, donde residiría hasta 1931. En 1933 se estableció en Buenos Aires, donde se hospedó durante dos años en casa de Pablo Neruda y entró en contacto con el grupo de la revista Sur. En 1935 inicia su carrera literaria, publicando su primer libro, La última niebla. Posteriormente, en 1938 lanza su novela más importante, La amortajada. En agosto de 1940 regresa a Chile, trayendo consigo los manuscritos de El árbol y Las islas nuevas, dos de sus relatos más importantes. Condecorada con el Premio Ricardo Latcham en 1974, con el Premio Academia Chilena de la Lengua en 1976 y el Premio Joaquín Edwards Bello en 1978. Es la precursora del llamado "realismo fantástico".

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