Onda Machines- Verónica Rodríguez
En el asiento del camión, antes de partir,Leyó la carta por última vez.Malditas palabras. Bastaba ordenarlas por hileras paradestruir una vida.Matar por escrito era como matar por la espalda.No podía uno ver de frente a su enemigo,Reprocharle que fuera tan maricón.Rompió en pedazos el arma homiciday cuando el autobús arrancó los tiró por la ventana.Ella dispararía con la Remington de ahí en adelante. Dealgo tenía que servirle su buena ortografía,su depurado léxico,su destreza en el manejo de las malditas palabras.
Enrique SernaEufemia
Machines en el poder
Cuídate de los hombres
de ojos rojos porque son mariguanos y los que se drogan con la verde hablan
solos y se aprovechan de las mujeres, decía mi abuelita. Ahora sé que hablar
solo es de personas inteligentes y que las mujeres más hermosas tienen la
mirada enrojecida. Eso dice un poema de un amigo escritor que sólo se enamora
de motorolas.
En
la oscuridad de la oficina de Barry Boldo sus ojos enrojecidos no me
enamoraron, pero estarán siempre en mi cerebro en la sección de los recuerdos
reprimidos.
Barry
Boldo era uno de los políticos con mayor rango en el gobierno después de la
presidente Caramelo Sauri, la defensora que hoy escribe en el Diario de la
Península sobre los derechos de las mujeres. Yo tenía 19 años, era fotógrafa en
el periódico La Región y el director me llamó a su oficina para indicarme que
el señor Boldo le había pedido conocerme y platicar sobre mi trabajo artístico
expuesto en una galería. El funcionario me esperaba por la noche en su despacho
en Palacio de Gobierno.
Meses
después cambié de trabajo para mejorar mi salario y del nuevo rotativo que
exaltaba ser el dueño de la verdad recibí la encomienda de cubrir el cierre de
campaña del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ahí volví a encontrarme
con aquel político que ahora fungía como jefe de guaruras del candidato
favorito de aquella población. Hacía mi trabajo como cualquier fotógrafo de los
diversos medios que ahí nos dimos cita, yo la única mujer, cuando una turba de
hombres comenzó a increparme a gritarme a violentarme.
Querían
que les entregara mi cámara para sacarle el rollo de la película el cual
contenía las imágenes de una madriza que con mucha dificultad había captado con
mi réflex. Los hombres obedecieron a Barry Boldo sólo con verle los ojos, me
tomaron de los brazos al tiempo que resguardaba mi equipo tras la espalda.
Barry Boldo me reconoció, por segunda vez no pude escapar de su mirada enrojecida, la llevo como una vena más en el cerebro.
Machines en el trabajo
El machín usa vales de gasolina y el auto de la institución para llevar a su novia al trabajo mientras las reporteras pepenan un vehículo para cubrir sus comisiones.
El machín roba la
papelería y saca copias de los proyectos literarios de su “crush” en turno.
El machín ofende,
hostiga, ridiculiza, acosa, menosprecia, manipula, insulta, minimiza a las
reporteras hablando de sus escotes y nalgas o de la forma en que visten. De su
flacura, gordura o buenura.
Si con lo anterior no
basta para hacer la vida de mierda a las mujeres con las que trabaja, el machín
se tira pedos en la sellada cabina de radio, sobre todo si la emisora está
transmitiendo en vivo.
El machín roba la comida
de subalternos, la que está en el refrigerador comunitario.
El machín babea palabras
acerca de las tetas y el culo de las investigadoras y académicas que
entrevista.
El machín certificado
(imprescindible estar borracho) fuerza la puerta de la cabina de transmisión
para manosear a la operadora del turno de la noche.
El machín toca
indebidamente a sus compañeras, más si el esposo de una ellas trabaja en el
mismo departamento.
Machines en casa
Por
aquellos días integraba un grupo fotográfico. Como casi en todo, en los inicios
de mi truncada carrera de Mafafa, era la única mujer del colectivo. Hacíamos
proyectos que exponíamos en las principales galerías de la ciudad.
Posterior
a una de nuestras sesiones mis colegas y yo decidimos ir a uno de esos lugares
donde las mujeres se desnudan al tiempo que bailan. Era mi primera experiencia
en un tugurio. Además de curiosidad pretendía trabajar en un proyecto sobre la
vida y profesión de estas féminas.
Al llegar a casa y contarle la experiencia a quien fungía como mi compañero, recibí una bolsa de golpes de los que intente defenderme como la Mujer Maravilla. Los muñones de mis antebrazos aspearon intentando detener con sus brazaletes imaginarios los putazos que el ofendido disparaba cual balas, hasta que una certera patada terminó por lanzarme de mi propia cama. Estaba embarazada.
Machines luz de gas
Él
nunca me levanto la mano, al contrario, dice que cuando se emborracha cuenta
que yo le pegaba. Un pan de Dios.
Yo
tenía 17 años cuando escribí mi primer cuento y también fue a él, al único al
que me atreví a leérselo. Dijo que era basura, que mejor me dedicara a otra
cosa porque para escribir no servía. Dejé de escribir.
No
perdía ocasión para lanzarme a la cara, incluso frente a nuestros amigos, que
yo era la mujer más fea del mundo, que mi fealdad era igual a cagar parado.
Decía
que uno de mis pezones estaba chueco. Nunca se cansaba de herirme insistiendo
en que esa parte de mi cuerpo y mis piernas flacas me hacía un fenómeno. Así fue como la idea de
ser un mounstro ante el espejo jodió mi autoestima y aumentó el miedo a dejarlo
porque…¿quién iba a querer verme desnuda si no era él?
“Nunca vayas a una playa
nudista, vas a causar lástima o se van a burlar de ti. Hasta la novia del Foco
Angulo que es un adefesio está mejor que tú”, me decía atragantándose a
carcajadas. Muchos años después nos casamos sin amarnos. El por qué se
matrimonió conmigo, no lo sé. Mi motivo fue para dejar la casa de mis padres y
pudiera, según yo, hacer mi vida como se me antojara.
Con los años vino la
tecnología y con ella el teléfono celular del que nunca se desprendía. Jamás
estaba en casa y cuando estaba, sus pulgares se ejercitaban al ritmo de los
mensajes de sus jefas, siempre mujeres, siempre necesitándolo, siempre su
esclavo a tal grado, que cuando cogíamos, en plena faena miraba el puto aparato
para ver si tenía alguna notificación. Cogía y miraba el maldito celular, cogía
y tocaba las teclas para silenciar los tines, los tones y aquella desquiciante
onomatopeya de una corcholata siendo destapada de su botella y rebotando en el
piso.
Debo
decir que a esas alturas me convertí en puta, pues aquellas faltas dizque las
arreglaba con regalos costosos: bolsas, zapatos, perfumes y ropa de marca; el
mejor güisqui para los cumpleaños de papá, abanicos de mano españoles para mamá
quien comenzaba a darse cuenta de mi alcoholismo social. Le eché la culpa de mi
enfermedad a la herencia de la abuela.
Entre
un marido de mierda, una borracha de mierda y una voraz falta de cariño hacía
mi misma, el matrimonio se convirtió en lo que se espera de la mayoría de los matrimonios ancianos: lo discutíamos
todo. Todo lo ponía en tela de juicio, hasta las cosas que no tienen discusión
como mi estado de ánimo o mis sentimientos. Todo era una exageración mía
producto de la paranoia hasta que terminé por creérmelo. Creí que era yo la que
no estaba a la altura y me callé. Él tenía el control total de mí.
Una madrugada después de varias horas de juerga y enormes cantidades de alcohol desperté sola en nuestra cama. Se había ido de puntitas para no enfrentar el desastre de nuestra historia juntos. Se llevó una bolsa de plástico negra en la que cupieron sus pertenencias y 20 años de mi vida.
Perversiones, 2019
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