Felicidad clandestina- Clarice Lispector
Ella era
gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un
busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuese
suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de
la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría
gustado tener: un papá dueño de una librería.
No lo
aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en
vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda
del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos,
con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras
como «fecha natalicia» y «recuerdos». Pero
qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos,
toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a nosotras, que
éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó
su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta
de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que
a ella no le interesaban.
Hasta que
le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por
casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él,
para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades.
Me dijo que si al día siguiente pasaba por su casa me lo prestaría.
Hasta el
día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no
vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado
a otro. Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un
apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en
la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a
buscarlo al día siguiente.
Boquiabierta,
yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de
mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña
de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del
libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera,
me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí
una sola vez.
Pero las
cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería
era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su
casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila
respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día
siguiente. Apenas me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida,
el drama del «día siguiente» iba a repetirse para mi corazón palpitante otras
veces como aquélla.
Y así
seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese
por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado
a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera.
Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer
sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.
¿Cuánto
tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía:
Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta
esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía
cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que
un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia
muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a
las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias.
A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender.
Hasta que, esa mamá buena,
entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero
si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!
Y lo peor
para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el
horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia
de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta,
al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme
y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: «Y
tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras». ¿Entendido? Eso era más
valioso que si me hubiesen regalado el libro: «el tiempo que quieras» es todo
lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo
contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la
mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como
siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las
dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en
llegar a casa.
Tenía el pecho caliente, el
corazón pensativo.
Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas,
volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a
comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba,
lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa
clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina.
Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire…Había en mí
orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me
sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin
tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Ya no era
una niña más con un libro: era una mujer con su amante.
Comentarios
Publicar un comentario